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El pueblo de San Rafael se encontraba al borde de un acantilado. Sus casas de techos rojos y paredes coloridas se erguían como guardianes de la costa. Era un lugar tranquilo, donde la vida transcurría con la misma serenidad que las olas que golpeaban suavemente las rocas. Pero había algo más. Era algo que todos en el pueblo sabían. Sin embargo, pocos hablaban abiertamente de eso. Las noches de luna nueva traían consigo un visitante misterioso.

Aquella noche, como tantas otras de luna nueva, el aire se sentía más pesado. El sonido del mar parecía más distante. Los habitantes de San Rafael se recogían temprano en sus casas. Cerraban las puertas con doble llave. Apagaban las luces. Nadie quería estar despierto cuando llegara el visitante nocturno.

Marcos, un pescador de 50 años, estaba acostumbrado a estas noches. Se encontraba en la mesa de su pequeña casa, terminando una cena sencilla de pan y queso. Su esposa, Marcela, lo observaba desde el otro lado de la mesa, con una expresión de preocupación.

—No deberías estar tan tranquilo, Marcos —dijo Marcela, rompiendo el silencio—. Sabes lo que podría pasar esta noche.

Marcos esbozó una sonrisa forzada y asintió. —Lo sé, Marcela. Pero hemos pasado muchas noches como esta, y aquí estamos. Solo tenemos que hacer lo de siempre: quedarnos adentro y no abrir la puerta, pase lo que pase.

Marcela se estremeció al recordar las historias que circulaban en el pueblo. Vecinos y amigos eran curiosos o desesperados. Habían abierto la puerta a ese extraño que golpeaba en la oscuridad. Al día siguiente, encontraron sus cuerpos en un estado catatónico. Sus ojos estaban vacíos y sin vida. No podían moverse ni hablar. Las únicas pistas eran las marcas de manos frías en las puertas. También estaban las huellas de arena mojada en el suelo.

—Recuerdo cuando eso le pasó a la señora Rosario —murmuró Marcela—. Ella solo quería saber quién estaba afuera en medio de la noche. Nunca volvió a ser la misma.

Marcos se levantó y se acercó a la ventana, cerrando las cortinas con cuidado. —Es por eso que no debemos cometer el mismo error. No abriremos la puerta. Así de simple.

Marcela asintió en silencio, aunque su corazón latía con fuerza. Se preguntó cuántas veces más tendrían que enfrentarse a esta noche, con ese terror latente en la oscuridad.

Horas más tarde, la casa estaba en completo silencio. Marcela se había quedado dormida en la cama, pero Marcos seguía despierto, escuchando con atención. Afuera, el viento comenzaba a aumentar su intensidad. El sonido del mar se hacía más fuerte. Era como si la marea estuviera subiendo rápidamente. Entonces, lo escuchó.

Un golpe suave en la puerta.

Marcos se tensó. El golpe se repitió, esta vez un poco más fuerte. Su corazón empezó a latir más rápido, y trató de convencerse de que no había oído nada. Pero entonces, el golpe se escuchó de nuevo, esta vez insistente y resonando en la oscuridad.

—Marcos… —susurró Marcela, despertando de repente—. ¿Qué fue eso?

—Nada, Marcela. Duérmete. No es nada.

Marcela se sentó en la cama, claramente asustada. —Es él, ¿verdad? El visitante…

—No lo sé, pero no abriremos la puerta. Quédate aquí.

Marcos se levantó de la cama, tratando de mantener la calma. Caminó lentamente hacia la puerta, con la esperanza de que los golpes cesaran, pero no fue así. El visitante seguía llamando, como si supiera que alguien estaba al otro lado, escuchando.

—¿Quién está ahí? —preguntó Marcos, su voz apenas audible.

No hubo respuesta. Solo el golpeteo persistente, rítmico, como el latido de un corazón muerto. Marcos sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—Marcos, por favor, no abras la puerta —rogó Marcela desde la cama, con la voz quebrada por el miedo.

—No lo haré —respondió él. Sin embargo, su mano temblorosa se acercó al picaporte. Parecía como si algo más estuviera guiando sus movimientos.

De repente, el golpe cesó. El silencio que siguió fue aún más aterrador. Marcos se quedó inmóvil, con la mano a pocos centímetros del picaporte, sin saber qué hacer. Pensó en alejarse de la puerta, regresar junto a Marcela y esperar a que la noche pasara. Pero una voz suave, apenas un susurro, se deslizó a través de la madera de la puerta.

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—Marcos…

El pescador sintió que su sangre se helaba. Esa voz… no era la de un extraño. Era la voz de su hermano, Daniel, quien había desaparecido en el mar hacía más de diez años.

—Daniel… —murmuró Marcos, sin creer lo que estaba escuchando.

—Marcos… ábreme… déjame entrar… —la voz era insistente, casi suplicante.

Marcela, al escuchar lo que su esposo murmuraba, saltó de la cama y corrió hacia él, abrazándolo con desesperación. —¡No es él! ¡No puede ser él! ¡Daniel murió en el mar, tú lo sabes!

Marcos la miró, con los ojos llenos de confusión y dolor. —Pero su voz… es la voz de Daniel. ¿Y si…?

—¡No, Marcos! ¡No lo hagas! —Marcela lo sacudió con fuerza—. ¡Es el visitante! ¡Está jugando contigo!

Los golpes en la puerta volvieron, más fuertes esta vez, como si algo estuviera desesperado por entrar.

—Marcos… por favor… estoy frío… déjame entrar…alguien se acerca —La voz de Daniel se volvió angustiosa, desesperada.

Marcos cerró los ojos con fuerza, tratando de resistir. Recordó las historias, los cuerpos catatónicos, las huellas de arena. Sabía que no debía abrir la puerta, que aquello que estaba afuera no era su hermano. Pero la tentación de ver a Daniel, de saber si realmente había regresado, era casi insoportable.

—Lo siento, Daniel… no puedo… —susurró Marcos, dando un paso atrás.

De repente, los golpes se detuvieron, y el silencio volvió a inundar la casa. Marcos y Marcela se quedaron en el umbral, abrazados, esperando el próximo movimiento. Pero no hubo más golpes, ni más susurros.

Marcos llevo a Marcela a la cama y la acompaño hasta que se durmió, pero algo en él no lo dejaba dormir. Al instante que Marcela se durmió, Marcos se acercó nuevamente a la puerta. El silencio de la noche era aplastante, el mar se escuchaba muy lejano, el viento había parado, todo estaba pacifico.

El sonido del picaporte interrumpió la noche, Marcos se había confiado del silencio para confirmar si Daniel estaba en la puerta. Un ligero rechinido de la puerta despertó a Marcela, sabía que Marcos estaba en peligro.

Daniel estaba ahí, pero no era el, no había vida en sus ojos, sus pies no tocaban el suelo que estaba lleno de arena de la playa. Un silencio aplastante invadió la casa, un susurro tan ligero interrumpió el silencio, seguido del sonido hueco del cuerpo de Marcos cayendo al suelo.

Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, llegó el amanecer.

Marcos había caído en la tentación de ver a su hermano y ahora estaba en el suelo, catatónico, sus ojos blancos, sin poderse mover, el visitante había cobrado una nueva victima. Huellas de manos frías, impresas en la madera. Más abajo, un rastro de arena mojada se extendía por el suelo. El rastro desaparecía en la dirección del mar.

Marcela se acercó a la puerta y vio las marcas. Sin decir una palabra, tomó la mano de Marcos, y se quedó ahí en el suelo junto a él. Su vida no tenía sentido, el amor de su vida se había ido.

Solo le quedó esperar a la siguiente luna nueva para irse con su amado.

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