
Era un 1 de noviembre y en el pequeño pueblo de Pátzcuaro, las calles estaban decoradas con flores de cempasúchil y papel picado de colores. Sofi, una niña de 8 años, corría emocionada alrededor de su mamá, quien preparaba el altar de muertos en honor a su abuelita Lupe. Este sería el primer Día de Muertos sin su abuelita, quien había fallecido unos meses atrás.
—Mamá, ¿dónde ponemos las fotos de la abuelita? —preguntó Sofi mientras observaba el altar cubierto de velas, flores, y el aroma del copal que llenaba la casa.
—Aquí, justo al centro, mi amor —respondió su mamá, colocando con cuidado una foto enmarcada de la abuelita, en la que sonreía feliz mientras cosechaba flores.
Sofi miraba la foto con un nudo en la garganta. Aún extrañaba mucho a su abuelita y no entendía bien por qué ya no podía verla ni escuchar su risa alegre.
—Mamá, ¿qué pasa cuando alguien muere? —preguntó Sofi en voz baja.
La mamá de Sofi la miró con cariño y se arrodilló para estar a su altura.
—Es difícil de explicar, Sofi. Pero el Día de Muertos es una forma de recordar a los que amamos y que ya no están físicamente con nosotros. Es como si hoy, ellos volvieran por un ratito para compartir con nosotros.
Sofi asintió, aunque en el fondo aún tenía muchas preguntas. Esa noche, cuando todos se habían dormido, se quedó mirando el altar, hipnotizada por la luz suave de las velas. Sentía una mezcla de tristeza y curiosidad, deseando poder hablar con su abuelita una vez más.
—¿Por qué te fuiste, abuelita? —susurró Sofi, sintiéndose sola en medio del silencio de la noche.
De repente, una suave brisa cruzó la habitación y las velas comenzaron a titilar. Sofi sintió un escalofrío, pero también una extraña paz. Sin entender muy bien cómo, cerró los ojos y se quedó dormida.
Cuando Sofi abrió los ojos, ya no estaba en su casa. Se encontraba en un vasto campo lleno de flores de cempasúchil que brillaban bajo la luz de una luna enorme y plateada. Todo era tan hermoso y mágico que Sofi no podía creer lo que veía.
—¡Sofi, mi niña! —una voz conocida la llamó desde lejos.
Sofi giró y, con sorpresa, vio a su abuelita Lupe caminando hacia ella, vestida con un hermoso rebozo azul, igual al que usaba cuando estaba viva. Sus ojos brillaban y su sonrisa era tan cálida como siempre.
—¡Abuelita! —gritó Sofi corriendo hacia ella.
Se abrazaron fuerte, y Sofi sintió el familiar aroma a lavanda y cempasúchil que siempre la hacía pensar en su abuelita.
—Pero, abuelita, ¿cómo estás aquí? ¿Estás… viva?
La abuelita rió suavemente y le acarició el cabello.
—No, mi niña. Pero en este lugar mágico, en este momento, podemos encontrarnos. Este es el campo de las flores del recuerdo, donde cada cempasúchil representa una memoria de aquellos que nos han amado.
—¿Entonces aquí siempre estás? —preguntó Sofi, con los ojos muy abiertos.
La abuelita asintió.
—Siempre. Cuando piensas en mí, me llevas en tu corazón y me traes de vuelta a la vida, como ahora, en el Día de Muertos. Hoy todos los que hemos partido estamos más cerca de los vivos porque ustedes nos recuerdan con amor.
—Pero, abuelita, ¿no te sientes triste por no estar con nosotros? —preguntó Sofi, preocupada.
La abuelita sacudió la cabeza.
—Al contrario, mi niña. Yo estoy feliz porque puedo verte, aunque sea un ratito. Además, te voy a contar un secreto: aunque ya no pueda estar físicamente contigo, nunca me he ido realmente. Siempre que necesites fuerza o un consejo, yo estaré a tu lado en espíritu.
Sofi sintió una calidez en el pecho y una sonrisa apareció en su rostro.
—¿De verdad, abuelita?
—Sí, mi amor. Siempre estaré contigo, en tus recuerdos, en los abrazos que te di, en los cuentos que te conté y en cada flor de cempasúchil que veas.
De repente, una suave música comenzó a sonar y otros espíritus se unieron a ellos en el campo. Sofi vio cómo sus tíos, primos y otros seres queridos que ya no estaban vivos se acercaban, rodeándolos con sonrisas y abrazos.
—Vienen a visitarte, mi niña. Todos están felices de ver que los recuerdas —le explicó su abuelita.
Sofi miró a su alrededor, maravillada. Cada espíritu que se le acercaba tenía una historia y un recuerdo que compartían con ella, llenando su corazón de alegría y paz. La abuelita tomó sus manos y le susurró:
—Nunca olvides que el Día de Muertos no es para llorar. Es una celebración de amor, una manera de decir que la muerte no puede acabar con los lazos que nos unen.
Sofi asintió, sintiendo que comprendía mejor el sentido de esa noche especial. Sabía que su abuelita nunca la dejaría sola y que, aunque no la pudiera ver todos los días, siempre estaría presente en su vida.
Cuando Sofi abrió los ojos, el amanecer iluminaba su cuarto y las velas del altar aún parpadeaban suavemente. Se incorporó y miró la foto de su abuelita Lupe, sonriendo con ternura.
—Gracias por el secreto, abuelita —susurró Sofi.
Se sintió en paz, con la certeza de que, aunque su abuelita ya no estuviera físicamente, siempre la llevaría en su corazón. Y así, cada Día de Muertos, se asegurarían de reunirse en el campo de las flores del recuerdo.
Ese día, mientras ayudaba a su mamá a poner las últimas ofrendas, Sofi le contó su sueño y, por primera vez, ambas recordaron a la abuelita Lupe no con tristeza, sino con amor y gratitud.
—Nunca te vamos a olvidar, abuelita —dijo Sofi, con una sonrisa.
Y en ese instante, una suave brisa volvió a cruzar la habitación, haciendo brillar las velas y llenando el aire con el dulce aroma de las flores de cempasúchil.

