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En lo profundo de la sierra de Oaxaca, donde los caminos serpenteaban entre montañas verdes y el cielo parecía más azul que en cualquier otro lugar, estaba el pequeño pueblo de El Aguacate. Allí vivía Juanito, un niño de ocho años de ojos grandes y curiosos, con el cabello siempre despeinado y las manos manchadas de tierra.

Juanito vivía con su abuelita, Doña Petra, en una casita de adobe al borde del pueblo. Desde que sus papás habían partido a buscar trabajo a Estados Unidos, hacía ya dos años, la vida de Juanito giraba en torno a ayudar a su abuela en el campo y cuidar de las pocas gallinas que tenían. Aunque su familia era humilde, Juanito era un niño alegre y soñador.

Era diciembre, y en El Aguacate, la Navidad se sentía en el aire. Las vecinas sacaban las cazuelas de barro para preparar tamales, los niños ensayaban villancicos, y en la plaza principal, el árbol navideño de madera que cada año armaban con ramas del bosque ya estaba decorado con luces recicladas y piñas pintadas.

Sin embargo, para Juanito, la Navidad no era muy diferente de cualquier otro día. Sabía que los regalos eran un lujo que no podía darse. En su pequeño rincón del mundo, el simple hecho de cenar con su abuelita y dormir bajo el techo de su casa era suficiente.

—Abue, ¿cómo será la Navidad este año? —preguntó Juanito una tarde, mientras pelaba mazorcas junto a Doña Petra.

—Como siempre, mijito —respondió ella, con una sonrisa cálida—. Cenaremos un caldito de pollo, pondremos la veladora al Niño Dios y daremos gracias por otro año juntos.

Juanito asintió, aunque en el fondo de su corazón deseaba algo más. No se atrevía a decirlo, pero soñaba con recibir un regalo. No tenía que ser nada grande, tal vez una pelota o un cuaderno nuevo para dibujar.

Lo que Juanito no sabía era que sus vecinos habían notado su ilusión. Una tarde, mientras compraba tortillas en la tienda de Don Raúl, sus palabras inocentes llegaron a oídos de Doña Chayo, una mujer generosa y siempre dispuesta a ayudar.

—¿Qué te gustaría que te trajera el Niño Dios, Juanito? —le preguntó Doña Chayo con curiosidad.

—No sé, Doña Chayo —respondió él, encogiéndose de hombros—. Pero debe ser bonito recibir un regalo, ¿verdad?

Esa noche, Doña Chayo reunió a los vecinos en la pequeña iglesia del pueblo.

—Juanito es un niño tan bueno, y yo creo que podríamos hacer algo especial por él esta Navidad —dijo, con los brazos cruzados frente al pecho—. ¿Qué les parece si organizamos una colecta de juguetes y alimentos para sorprenderlo?

Los vecinos estuvieron de acuerdo de inmediato. Algunos ofrecieron juguetes que sus hijos ya no usaban, otros prometieron llevar ropa, y Don Raúl se ofreció a donar un costal de arroz y otro de frijol. Incluso los niños del pueblo decidieron regalar algunos de sus dulces y juguetes favoritos.

Durante las semanas siguientes, el pueblo se llenó de entusiasmo. Doña Chayo se encargó de coordinarlo todo, asegurándose de que cada vecino contribuyera con algo, por pequeño que fuera. Mientras tanto, Juanito no sospechaba nada.

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Finalmente, llegó el 23 de diciembre, y con él, los últimos preparativos para la gran sorpresa. Los vecinos envolvieron los regalos con papel de periódico decorado con dibujos hechos a mano, llenaron una canasta con alimentos, y colocaron todo en un burro que Don Ezequiel había prestado para la ocasión.

Al caer la tarde, cuando el sol comenzaba a esconderse detrás de las montañas, los vecinos se reunieron frente a la casa de Juanito. Encendieron velas y comenzaron a cantar villancicos.

—¿Qué es eso, abue? —preguntó Juanito, asomándose por la ventana.

—No lo sé, mijito —respondió Doña Petra, aunque una sonrisa cómplice iluminaba su rostro.

Juanito salió corriendo y se detuvo en seco al ver a todo el pueblo frente a su casa. Doña Chayo avanzó con la canasta en las manos y se agachó para quedar a su altura.

—Esto es para ti, Juanito —dijo, entregándole el primer regalo.

—¿Para mí? —preguntó él, incrédulo.

—Sí, mijito. Todos quisimos hacer algo especial para ti y tu abuelita esta Navidad.

Juanito abrió el regalo con manos temblorosas. Dentro encontró un cuaderno de hojas gruesas y lápices de colores. Sus ojos se llenaron de lágrimas al verlos.

—¡Es perfecto! —exclamó, abrazando el cuaderno contra su pecho.

Los vecinos comenzaron a entregar los demás regalos: una pelota, ropa abrigadora, una pequeña caja de dulces, y la canasta con alimentos. Juanito no podía creerlo.

—Gracias… muchas gracias a todos —dijo, con la voz entrecortada por la emoción.

Esa noche, el pequeño pueblo de El Aguacate cenó juntos bajo las estrellas. Compartieron tamales, ponche y risas, mientras las luces del árbol navideño parpadeaban en la plaza.

Para Juanito, esa Navidad fue mágica no por los regalos, sino porque se dio cuenta de cuánto lo querían sus vecinos. Y para el resto del pueblo, fue una lección de que los pequeños gestos, hechos con amor, pueden cambiar una vida. Desde entonces, en El Aguacate, la colecta navideña para las familias que más lo necesitaban se convirtió en una tradición. Y Juanito, cada año, era el primero en ofrecer algo para compartir, recordando siempre el regalo más grande de todos: la solidaridad.

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