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En un pequeño jardín lleno de flores, vivía una mariposa llamada Lila. Tenía alas de colores brillantes: naranja, azul y amarillo. A Lila le encantaba volar de flor en flor, disfrutando del néctar y saludando a los demás insectos.

Pero un día, algo extraño comenzó a ocurrir. Las flores del jardín empezaron a marchitarse. Los pétalos caían al suelo, y las hojas se volvían marrones. Las abejas, los escarabajos y las mariquitas dejaron de visitar el jardín.

—¿Qué está pasando? —preguntó Lila, preocupada, mientras revoloteaba entre las flores marchitas.

Una flor, con los pétalos medio caídos, respondió con una voz débil:
—Las personas dejaron de cuidar el jardín. Ya no riegan ni quitan la basura que dejaron. Sin agua ni cuidados, no podemos sobrevivir.

Lila sabía que debía hacer algo para salvar su hogar. Decidida, voló hasta el borde del jardín, donde vivían tres niños que solían jugar allí: Ana, Diego y Mateo. Estaban sentados en el césped, aburridos.

—¡Oigan! —dijo Lila, posándose en la nariz de Diego.

—¡Ahh! ¡Una mariposa me está hablando! —gritó Diego, moviéndose tan rápido que Lila tuvo que volar para no caer.

—¡Tranquilos, no les haré daño! —dijo Lila, aterrizando en una flor cercana—. Soy Lila, y necesito su ayuda.

Ana, la mayor, frunció el ceño.
—¿Ayuda? ¿Qué tipo de ayuda?

—El jardín se está muriendo porque nadie lo cuida —explicó Lila—. Si no hacemos algo pronto, todas las flores desaparecerán, y los animales no tendrán dónde vivir.

Mateo, el más pequeño, miró alrededor y vio las flores marchitas.
—Es cierto… Antes había muchas flores bonitas aquí. Ahora solo hay ramas y basura.

—¡Pero no sabemos cómo salvar un jardín! —dijo Diego, cruzando los brazos.

Lila aleteó con energía.
—Es fácil. Solo necesitamos trabajar juntos. ¡Les enseñaré!

Al día siguiente, los niños volvieron al jardín con guantes, regaderas y bolsas para recoger basura. Lila les dio instrucciones desde lo alto de una rama.

—Primero, quiten toda la basura —dijo.

Ana recogió botellas, Diego juntó envolturas, y Mateo cargó hojas secas en una bolsa grande.

—¡Ahora rieguen las plantas con cuidado! —indicó Lila.

Los niños usaron regaderas para dar agua a las flores, asegurándose de no empaparlas demasiado.

—Y finalmente, planten nuevas semillas para que crezcan más flores —añadió Lila, mostrando una bolsita que había encontrado cerca de un banco.

Los niños cavaron pequeños hoyos y colocaron las semillas con cuidado. Luego las cubrieron con tierra y las regaron.

Pasaron días y semanas. Los niños volvieron al jardín para cuidarlo, siguiendo los consejos de Lila. Poco a poco, las flores empezaron a revivir, y nuevas plantas crecieron. Las abejas y las mariquitas volvieron, llenando el jardín de vida.

—¡Miren lo hermoso que está ahora! —dijo Ana, emocionada.

—Todo gracias a Lila —agregó Mateo, señalando a la mariposa, que revoloteaba felizmente entre las flores.

Lila sonrió, aunque sabía que su trabajo no había terminado.

—El jardín es hermoso porque ustedes decidieron cuidarlo. Nunca olviden que, con amor y esfuerzo, podemos salvar cualquier rincón de la naturaleza.

Los niños prometieron seguir cuidando el jardín. Desde ese día, se convirtió en un lugar lleno de colores, aromas y vida. La pequeña Lila volaba orgullosa entre las flores que ayudó a salvar.


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