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INFANTIL

En el tranquilo pueblo de San Jacinto, donde las calles empedradas serpenteaban entre casas coloridas y los árboles centenarios ofrecían sombra y frescura, vivía Camila, una niña de nueve años de ojos grandes y curiosos. Desde que su padre se había ido a trabajar a otra ciudad, Camila sentía un nudo en el estómago que no sabía cómo desatar.

Antes de la partida de su padre, Camila era una niña risueña y llena de energía. Le encantaba correr por el parque, jugar con sus amigos y compartir historias en la escuela. Pero ahora, su risa se había vuelto escasa y sus palabras, pocas. En la escuela, la maestra Teresa notaba su silencio y sus ojos tristes.

Una tarde, después de clases, Camila caminó lentamente hacia su casa. Al llegar, encontró a su abuela sentada en el porche, tejiendo una bufanda de colores vivos.

—Hola, abuela —saludó Camila con voz apagada.

—Hola, mi niña —respondió la abuela, levantando la vista—. ¿Cómo estuvo la escuela?

—Bien —dijo Camila, encogiéndose de hombros.

La abuela la observó con ternura y, dejando el tejido a un lado, le hizo señas para que se acercara.

—Camila, sé que extrañas a tu papá. Es normal sentirse triste cuando alguien que amamos está lejos.

Camila asintió, sintiendo que las lágrimas amenazaban con salir.

—¿Sabes qué me ayudaba cuando era niña? —preguntó la abuela—. Teníamos un árbol en el parque al que llamábamos «el árbol de los secretos». Cada vez que me sentía triste o preocupada, escribía mis pensamientos en un papel y lo colgaba en sus ramas. Era como si el árbol escuchara y guardara mis secretos.

Camila la miró con curiosidad.

—¿De verdad?

—Sí, mi amor. ¿Te gustaría intentarlo?

Camila asintió lentamente. Esa misma tarde, fueron juntas al parque y encontraron un majestuoso ahuehuete en el centro. Sus ramas se extendían como brazos acogedores y sus hojas susurraban con el viento.

—Este es nuestro árbol de los secretos —dijo la abuela, entregándole a Camila un cuaderno y un lápiz.

Camila se sentó bajo el árbol y comenzó a escribir:

«Querido árbol, extraño mucho a mi papá. Me siento sola y a veces no sé cómo estar feliz sin él.»

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Doblando el papel con cuidado, lo ató a una de las ramas más bajas. Al hacerlo, sintió una ligera brisa acariciar su rostro, como si el árbol le respondiera con cariño.

Al día siguiente, Camila regresó al árbol después de la escuela. Escribió otro mensaje y lo colgó. Esta vez, una niña que pasaba por allí se detuvo a observar.

—¿Qué haces? —preguntó la niña.

—Escribo mis secretos y los cuelgo en el árbol. Me ayuda a sentirme mejor —respondió Camila.

La niña sonrió.

—¿Puedo hacerlo también?

—Claro —dijo Camila, compartiendo su cuaderno y lápiz.

Así comenzó una tradición. Cada día, más niños se acercaban al árbol, escribiendo sus pensamientos, miedos y alegrías. El ahuehuete se llenó de papeles de colores, ondeando con el viento como banderas de emociones compartidas.

La maestra Teresa, al enterarse de esta actividad, decidió incorporarla en la escuela. Colocó un rincón de expresión emocional en el aula, donde los niños podían escribir o dibujar cómo se sentían. Esto fomentó un ambiente de comprensión y apoyo entre los estudiantes.

Con el tiempo, Camila volvió a sonreír. Aunque aún extrañaba a su padre, había aprendido a expresar sus sentimientos y a encontrar consuelo en su comunidad.

Un día, al regresar del parque, encontró una carta en el buzón. Era de su padre, quien le contaba cuánto la extrañaba y lo orgulloso que estaba de ella. Camila corrió a contárselo a su abuela, quien la abrazó con fuerza.

—¿Ves, mi niña? Expresar lo que sentimos nos ayuda a sanar y a conectar con los demás.

Camila asintió, mirando al cielo con esperanza.

Enseñanza: expresar nuestras emociones y compartir nuestros sentimientos con los demás nos ayuda a sanar y a fortalecer nuestros lazos con la comunidad. Hablar también es sanar.

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