
ECO CUENTOS
En el tranquilo pueblo de Monteverde, rodeado por colinas y un bosque espeso lleno de vida, vivían tres niños muy curiosos. Zoe era una amante de las mariposas. Julián era un pequeño experto en huellas de animales. Martina podía nombrar cualquier planta con solo verla. Todos iban a la misma escuela rural y compartían algo muy especial: el amor por la naturaleza.
Una mañana de mayo, mientras recogían hojas secas para una tarea de Ciencias Naturales, encontraron un cartel nuevo en el pizarrón de la escuela:
«22 de mayo – Día Internacional de la Diversidad Biológica»
La maestra Elena, siempre sonriente y entusiasta, explicó lo que significaba esa fecha.
—La biodiversidad es la variedad de vida que existe en nuestro planeta: plantas, animales, hongos, microorganismos, ¡todo! Cada especie, por pequeña que sea, cumple una función. Sin ellas, la vida no sería posible.
Zoe levantó la mano.
—¿Y qué pasa si desaparecen?
—Todo se desequilibra —respondió la maestra—. Si cortamos demasiados árboles, los animales pierden su hogar. Si contaminamos el agua, los peces mueren. Y si desaparecen las abejas, muchas plantas no pueden crecer.
Los niños se miraron preocupados.
—¿Podemos hacer algo para protegerla? —preguntó Martina.
—Claro que sí. Para empezar, pueden observar y aprender de la naturaleza. ¡Y compartir lo que descubran!
Esa misma tarde, los tres amigos se reunieron en la casa del abuelo de Julián, quien era biólogo retirado. Le contaron todo sobre la clase y la importancia de la biodiversidad.
—¿Saben qué? —dijo el abuelo con voz emocionada—. Cuando yo era joven, exploré muchas veces el Bosque de los Susurros. Es un lugar lleno de vida, pero últimamente he oído que está siendo afectado por personas que talan árboles sin control. Ustedes podrían ayudarme a hacer un inventario de las especies que aún viven allí.
—¿Un inventario? —preguntó Zoe.
—Sí —dijo el abuelo—. Observar, anotar y fotografiar las plantas y animales que encuentren. Así sabremos qué hay que proteger.
Al día siguiente, con libretas, binoculares, lupas y una cámara prestada, los niños se internaron en el bosque. Caminaron con cuidado, sin hacer mucho ruido, y pronto comenzaron a ver maravillas: una ardilla saltando entre ramas, un escarabajo color turquesa escondido bajo una hoja, y un colibrí bebiendo néctar de una flor morada.
Martina identificaba plantas por sus hojas y flores. Julián encontraba rastros de mapaches, zarigüeyas y tejones. Zoe corría detrás de mariposas con su libreta llena de dibujos.
Durante horas exploraron y llenaron páginas con sus hallazgos. Anotaron que el bosque tenía más de treinta especies de árboles. También observaron quince tipos de aves y muchas clases de insectos. Sorprendentemente, encontraron una orquídea silvestre que creían extinta en la zona.
—¡Esto hay que compartirlo con todos! —dijo Julián mientras tomaba una foto.
—Sí, para que entiendan que el bosque no es solo un montón de árboles, sino un hogar lleno de vida —añadió Zoe.
Esa noche, armaron una presentación para mostrarla en la escuela. Le pusieron un nombre: “El Club de los Guardianes del Bosque”.
El 22 de mayo, Día Internacional de la Diversidad Biológica, toda la escuela se reunió en el patio. Los niños expusieron sus descubrimientos, mostraron fotos y contaron cómo cada especie, desde la mariposa más pequeña hasta el árbol más grande, tenía un papel en ese ecosistema.
—La diversidad biológica es como un rompecabezas —explicó Martina—. Si perdemos una pieza, ya no está completo.
Zoe agregó:
—Si protegemos las especies, también nos protegemos a nosotros mismos. La naturaleza nos da aire limpio, agua, comida… todo.
Julián terminó la presentación con una propuesta:
—Queremos que más niños se unan al Club de los Guardianes del Bosque. Podemos cuidar juntos los alrededores, plantar árboles nativos y enseñar a otros lo que aprendimos.
Los aplausos no se hicieron esperar. La directora, emocionada, les prometió apoyar su proyecto y gestionar una visita del municipio para declarar el bosque como “zona educativa protegida”.
Desde entonces, más niños se unieron al club. Cada semana hacían excursiones, sembraban plantas autóctonas, recogían basura de los senderos y escribían cuentos y poemas inspirados en los animales del bosque. Pronto, otros pueblos cercanos copiaron la idea y nacieron más clubs de guardianes.
El bosque volvió a llenarse de risas, pasos pequeños y ojos curiosos. Y los animales, quizás sabiendo que eran bienvenidos, comenzaron a mostrarse más a menudo.
Porque cuando los niños aman la naturaleza, la naturaleza florece con ellos.

