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La fiesta patronal del pueblo de San Nicolás Yaxe, en el corazón de Oaxaca, se celebraba cada año con una mezcla de tradición, música y alegría. Las calles se llenaban de papel picado de colores, los tamales de chepil humeaban en las esquinas y el mezcal se servía con respeto y orgullo.

Para Samuel, de trece años, la fiesta siempre había sido su momento favorito del año. No por los juegos ni la comida, sino por el baile en la plaza principal, donde los sones y las chilenas hacían vibrar el piso empedrado y el alma de todo el pueblo.

Este año, sin embargo, Samuel sentía un nudo en el estómago. Quería bailar, sí, pero no con una niña como esperaban los demás. Quería bailar con Luis, su mejor amigo desde el kínder, con quien compartía tareas, risas y secretos. Desde hacía un par de meses, Samuel había empezado a sentir algo distinto por Luis. No era solo amistad. Era algo más, algo que no sabía cómo nombrar con exactitud, pero que lo hacía sonreír cuando él se reía, y sonrojarse cuando sus manos se rozaban.

—¿Ya sabes con quién vas a bailar? —le preguntó Luis una tarde mientras colgaban farolitos en la entrada del templo.

Samuel tardó un segundo en responder.

—Pues… contigo, ¿no?

Luis lo miró en silencio. Luego, sin apartar la vista, dijo:

—¿Estás seguro?

Samuel bajó la mirada y asintió lentamente.

—Si tú quieres, claro.

Luis sonrió.

—Pues entonces, que se arme.

Pero no todo era tan simple. Esa noche, en casa, Samuel intentó decirle algo a su mamá mientras ella ponía a cocer frijoles.

—Mamá… ¿crees que estaría mal si en el baile… dos hombres bailaran juntos?

Doña Martina dejó de remover la olla y se le quedó viendo.

—¿Lo dices por alguien del pueblo?

—No… lo digo por mí —dijo Samuel bajito.

La madre no dijo nada por un momento. Luego le acarició el cabello con ternura.

—No estaría mal, mijo. Pero sí sería difícil. A veces la gente tiene miedo de lo que no entiende.

—¿Tú tendrías miedo?

—Nunca de ti —respondió ella con firmeza—. Pero sé que otros podrían juzgarte. Si decides hacerlo, te apoyaré. Solo quiero que estés seguro.

Al día siguiente, mientras ensayaban en la plaza, una señora murmuró al ver a Samuel y Luis practicando pasos.

—¿Pues qué es eso? ¿Dos muchachitos bailando? ¡Qué ridiculez!

Samuel sintió cómo le ardían las mejillas y bajó los brazos. Luis, en cambio, frunció el ceño.

—¿Y qué tiene? ¿A poco está prohibido?

—No, pero tampoco es costumbre —respondió la señora con desdén.

Más tarde, mientras descansaban bajo la sombra de un mezquite, se les acercaron dos hombres mayores. Uno de ellos, don Ernesto, llevaba un sombrero de palma y unos ojos tan vivos como el fuego. El otro, don Chuy, tenía una sonrisa que le cruzaba toda la cara.

—Muchachos —dijo don Ernesto—, los vimos bailar… y nos recordaron a nosotros hace muchos años.

—¿A ustedes? —preguntó Luis, confundido.

Don Chuy asintió.

—Ernesto y yo fuimos novios cuando teníamos su edad. Pero en aquel tiempo, no se podía ni decir en voz alta. Todo era escondidas. Una vez intentamos bailar juntos en una fiesta, y casi nos corren del pueblo.

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—¿Y ahora?

—Ahora nos ven como los viejitos que cultivan flores y hacen pan de yema. Pero seguimos siendo los mismos. Solo que ya no nos escondemos tanto.

Samuel los miró con asombro. Era la primera vez que conocía a una pareja como ellos.

—¿Y cómo hicieron para aguantar tantos años?

—Con paciencia, con lágrimas, y con mucho amor —dijo don Ernesto—. Por eso, cuando los vimos hoy, quisimos decirles que no están solos.

La noche del baile llegó. La plaza brillaba con luces colgadas entre las ramas de los árboles y las campanas del templo repicaban alegres. Las mujeres lucían faldas de flores y los hombres, camisas bordadas. La banda del pueblo afinaba sus instrumentos.

Samuel y Luis se pararon al borde de la pista. Sus manos sudaban. Sentían las miradas, algunas curiosas, otras desconfiadas.

—¿Vamos? —preguntó Luis.

Samuel tragó saliva. Luego tomó su mano.

—Vamos.

Los primeros acordes de una chilena comenzaron a sonar. Caminaron al centro de la pista. Un murmullo recorrió a la multitud. Algunos se quedaron quietos. Otros cuchicheaban. Un niño pequeño preguntó en voz alta:

—¿Ellos pueden bailar juntos?

Y una voz firme respondió:

—Claro que sí.

Era doña Martina. Estaba de pie, con los brazos cruzados y una expresión desafiante. A su lado, don Ernesto y don Chuy aplaudían suavemente.

Samuel y Luis comenzaron a bailar. No era perfecto, pero era suyo. Giraban, se reían, se equivocaban, volvían a intentar. Y entonces, alguien más se unió al baile. Una pareja de mujeres. Luego, dos niños que imitaban sus pasos. Poco a poco, la pista se llenó de personas que, aunque no comprendieran del todo, decidieron acompañarlos.

Cuando los fuegos artificiales iluminaron el cielo, Samuel y Luis seguían en medio de la pista. Bailando. Abrazados. Valientes.

Esa noche, en San Nicolás Yaxe, no solo se celebró al santo patrón. Se celebró también el derecho a amar, a ser uno mismo y a no tener que esconderse nunca más.

Aprendizaje final: amar no es un pecado, y vivir con orgullo es más poderoso que esconderse.

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