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Renata tenía ocho años y una energía que parecía no agotarse nunca. Le encantaba dibujar, hacer preguntas que a veces ni los adultos sabían contestar y descubrir cosas nuevas todos los días. Acababa de mudarse con sus mamás, Sandra y Verónica, a un nuevo barrio en la ciudad de Puebla, porque Verónica había conseguido un nuevo trabajo en una biblioteca pública.

El primer día de clases en la escuela primaria “Niños Héroes” fue emocionante para Renata. Su uniforme estaba impecable, su mochila nueva brillaba con estampados de dinosaurios, y sus mamás la acompañaron hasta la puerta del salón. Le dieron un beso en cada mejilla y un abrazo de esos largos que calientan el pecho.

—Sé tú misma, mi amor —le dijo Sandra, con una sonrisa que le llegaba a los ojos.

—Y no olvides que te amamos muchísimo —agregó Verónica, haciendo un gesto de corazón con las manos.

Renata entró al salón un poco nerviosa, pero enseguida la maestra Carmen la recibió con cariño.

—Buenos días, Renata. Bienvenida a segundo grado. Pasa, siéntate donde gustes.

Esa misma mañana, la maestra anunció una actividad especial.

—Niños, el viernes haremos una presentación sobre nuestras familias. Pueden traer fotos, dibujos o cualquier cosa que nos ayude a conocer más sobre ustedes.

Renata sintió un pequeño cosquilleo en el estómago. Amaba hablar de sus mamás, pero también recordaba que no todos entendían. En su antigua escuela, un niño se había reído y le había dicho que tener dos mamás era “raro”. Pero también recordaba que su mamá Sandra le había dicho: “Cuando digas la verdad con amor, nada puede ser raro, solo diferente”.

Esa tarde, al llegar a casa, Renata se sentó en la mesa del comedor con sus crayones.

—¿Qué haces, Renatita? —preguntó Verónica mientras servía la cena.

—Voy a hacer un dibujo de nosotras para la presentación del viernes. Tengo que contar cómo es mi familia.

Sandra se acercó con un plato de sopa caliente y le acarició la cabeza.

—¿Y cómo te sientes con eso?

—Feliz, pero también un poco nerviosa. No sé si los niños entenderán.

—A veces lo desconocido da miedo —dijo Verónica, sentándose junto a ella—, pero tú puedes enseñarles con tu ejemplo. Muéstrales lo feliz que eres. Eso es lo más importante.

Durante los siguientes días, Renata preparó su presentación con entusiasmo. Dibujó a sus dos mamás jugando en el parque, cocinando juntas, leyendo cuentos por la noche, e incluso peleando por qué película ver (porque, como ella decía, “las familias también se pelean poquito”).

El viernes llegó y el salón se llenó de emoción. Un niño habló de su papá taxista, otra niña enseñó fotos de su mamá y su abuelita que vivían con ella. Cuando fue el turno de Renata, todos se quedaron en silencio. Ella respiró hondo y pasó al frente con su cartulina.

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—Hola, yo soy Renata y en mi familia vivimos tres: mi mamá Sandra, mi mamá Verónica y yo. Mis mamás se conocieron cuando eran jóvenes, se enamoraron y después decidieron tenerme. Yo nací con ayuda de una doctora y un donador de esperma… eso lo pueden investigar con sus papás si no saben bien qué es —dijo muy seria, provocando algunas risas nerviosas.

Renata señaló sus dibujos uno a uno.

—Aquí estamos las tres comiendo tacos, porque los viernes es noche de tacos. Aquí estamos en un paseo por el Bosque de Chapultepec. Y aquí estoy yo haciendo tarea mientras mis mamás me ayudan, aunque a veces se confunden con las multiplicaciones —bromeó.

Un niño levantó la mano.

—¿Y no extrañas tener papá?

Renata pensó un momento.

—Nunca he tenido uno, así que no lo extraño. Tengo dos mamás que me quieren mucho, me enseñan cosas, me cuidan cuando estoy enferma y me leen cuentos antes de dormir. A veces una me regaña y la otra me defiende, y luego se cambian los papeles. Como cualquier familia, creo yo.

La maestra Carmen intervino con una sonrisa.

—Gracias, Renata, por compartir algo tan especial. ¿Ven, niños? Cada familia es distinta, y lo importante es que haya respeto y amor.

Después de la presentación, varios niños se acercaron a Renata.

—Oye, qué cool que tengas dos mamás. ¿Tu mamá Verónica fue la que te enseñó a dibujar dinosaurios? —preguntó Luis.

—¡Sí! Ella es buenísima para dibujar.

—Mi mamá siempre se duerme cuando me lee —dijo Sofía—. ¡Qué suerte que tienes dos para turnarse!

Renata sonrió con alivio. Nadie se rió, nadie la juzgó. Al contrario, parecía que todos querían conocer más. Esa tarde, mientras salía de la escuela, corrió a abrazar a Sandra y Verónica.

—¡Les conté todo! ¡Y nadie se rió!

—¿De verdad? —preguntó Verónica, sorprendida y conmovida.

—Sí. Hasta me preguntaron si podían venir a jugar a la casa.

Esa noche, mientras cenaban lasaña, Renata dijo algo que dejó a sus mamás con lágrimas en los ojos.

—Hoy entendí que no tengo que esconder lo que somos. Somos una familia, igual que las demás. Y me gusta contarle al mundo.

Verónica la abrazó fuerte y Sandra le besó la frente.

—Gracias por ser tan valiente, mi amor —susurró Sandra.

—Gracias por enseñarnos cada día que el amor no necesita explicaciones —añadió Verónica.

En los días siguientes, la escuela organizó una semana de la diversidad familiar, donde los niños compartieron aún más sobre sus hogares: hubo familias con abuelos como tutores, familias de padres divorciados, familias reconstituidas y familias con un solo papá o una sola mamá. Renata participó con entusiasmo, siempre con una sonrisa segura.

Y así, poco a poco, con la voz dulce y valiente de una niña de ocho años, la escuela entera entendió una gran verdad: lo que define a una familia no es la cantidad de personas, ni sus combinaciones, sino el amor que las une.

Aprendizaje final: todas las familias son distintas, y lo que las hace verdaderas es el amor que las une.

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