
INFANTIL
En la calle Francisco Villa, justo entre una tienda de abarrotes con letrero deslavado y una casa con gallinas en la azotea, vivía Doña Lupita. Era viuda desde hacía más de diez años, usaba reboso para todo —hasta para espantar moscas—, y conocía a todos los vecinos por su nombre, sus apodos y sus secretos.
Aunque tenía más de setenta años, Doña Lupita nunca faltaba a misa, barría su banqueta religiosamente a las seis de la mañana y tenía el orgullo de haber criado sola a cuatro hijos y ocho nietos. Pero había una cosa que traía a todos de cabeza: el bendito WhatsApp.
Desde que su hijo menor le había regalado un celular “inteligente”, Doña Lupita se volvió adicta a reenviar mensajes. Cada mañana, desde las 5:30, mandaba cadenas con oraciones, advertencias, promociones milagrosas y “avisos urgentes” sobre cosas tan variadas como vacunas falsas, perros envenenados o terremotos “inminentes”.
—¡Camila, Camila! —gritó una mañana desde el porche—. ¡Ven a ver esto, mijita, está gravísimo!
Camila, su nieta de once años, dejó su cereal a medio comer y salió con flojera.
—¿Ahora qué pasó, abue?
—Mira, dice aquí que si te bañas después de comer se te puede detener el corazón. ¡Dios guarde! Y tú que te metes a la alberca cada que comes sandía…
—Abue, eso no es verdad —dijo Camila, tratando de no reírse—. Es otro de esos mensajes falsos.
—¿Cómo que falsos? ¡Si lo mandó la comadre Meche, y ella lo vio en un grupo del Seguro!
—Sí, abue, pero… eso no lo hace cierto.
Doña Lupita frunció el ceño. Para ella, todo lo que venía en su celular era “información confiable”. Después de todo, lo decía el internet.
Pero los problemas empezaron cuando Doña Lupita empezó a asustar a los niños del barrio.
Una tarde, después de misa, reunió a varios vecinitos en la banqueta y les dijo:
—Niños, ya no anden solos por la calle. Me llegó un mensaje de que están robando niños para sacarles los órganos. Y los disfrazan de payasos, ¿eh? ¡Así que mucho ojo!
La noticia se regó como pólvora. En la primaria de la colonia, los papás entraron en pánico, y hasta un maestro faltó por miedo a salir de su casa.
El problema se salió de control cuando Doña Lupita compartió un audio que aseguraba que los frijoles enlatados tenían microchips para espiarte. La señora de la tienda dejó de venderlos. Y como nadie en la colonia quería parecer ignorante, todos empezaron a creer lo que decían los mensajes de Lupita, por muy extraños que sonaran.
Camila, mientras tanto, observaba todo en silencio. Le gustaba su abuela. La amaba. Pero ya no quería que fuera la culpable de tanto miedo absurdo.
Una noche, mientras veían la novela en el canal local, Camila se armó de valor.
—Abue, ¿puedo enseñarte algo en el celular?
—¿No será otra de esas cosas del TikTok? Porque ya vi que andan ahí bailando con poca ropa. Qué vulgaridad.
—No, abue. Quiero enseñarte cómo saber si una noticia es falsa.
—¿Cómo que falsa? Si sale ahí, en el teléfono, pues es verdad, ¿no?
—No siempre. Mira, te voy a enseñar.
Camila sacó su tablet vieja, la conectó al WiFi del vecino (que ya le había pasado la contraseña con tal de que Lupita dejara de reenviar tonterías), y abrió una página de verificación de noticias.
—¿Ves esta cadena? La de que los frijoles tienen chips.
—Ajá, la que compartió doña Silvia, la que vende mole.
—Aquí dice que es falsa. Que es una broma que empezó hace años en otro país.
—¡Santo Cristo bendito! ¿Entonces yo… ando diciendo mentiras?
—Sin querer, abue. Pero sí.
Doña Lupita se quedó callada. Se sintió avergonzada. No por maldad, sino por no haber sabido.
—Y esta otra, la de los niños disfrazados de payasos… también es falsa —dijo Camila—. Es un rumor viejo. Nadie ha reportado eso en la policía.
—¿Entonces… soy una chismosa digital?
Camila no pudo evitar reír.
—No, abue. Eres una señora que quiere ayudar. Solo que a veces, para ayudar bien, hay que aprender nuevas cosas.
Lupita suspiró.
—Bueno, pues enséñame, m’hija. Ya ves que nunca fui a la secundaria, pero tengo cabeza dura.
Desde ese día, todas las tardes, después del rosario, Camila le daba una “clase de internet” a su abuela. Le enseñó a buscar fuentes confiables, a identificar noticias dudosas y a pensar antes de compartir.
—Antes de reenviar, pregúntate: ¿esto ayuda o asusta?, ¿esto es útil o puro invento? —le decía Camila con tono de maestra.
Poco a poco, Doña Lupita cambió. Ya no mandaba cadenas sin leer. Ahora compartía recetas, memes chistosos, canciones de tríos viejos y hasta leía el periódico digital.
Un día, la mamá de Camila la felicitó:
—Oye, Lupita, gracias por no mandar más de esas cadenas. Ya hasta extrañamos tus chistes de viejitos.
Lupita sonrió orgullosa.
—Es que ahora tengo asesora digital. Y gratis.
Desde entonces, cada vez que alguien en el barrio recibe una noticia sospechosa, le preguntan primero a Doña Lupita. Ella sonríe, ajusta sus lentes, saca su celular con funda floreada y dice:
—A ver, joven, pásame ese mensaje. Vamos a ver si es cierto… o puro chisme de WhatsApp.
Aprendizaje:
No todo lo que leemos en internet es verdad. Enseñar y aprender juntos es clave en cualquier generación.


