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Relatos del Barrio El Tule — Parte V (Epílogo)

Fue Zoe quien comenzó a hablar en voz baja mientras regaban el invernadero.

—¿Tú también… lo sigues escuchando?

Marisol asintió sin mirarla. Édgar se limitó a observar las macetas, todas diferentes, pero con un mismo pulso: cada flor negra crecía en dirección a ellos.

Habían pasado semanas desde la noche del eclipse, desde que el Tule sangró y el barrio contuvo el aliento. Aparentemente, todo había vuelto a la normalidad. Las calles polvorientas, los faroles sin electricidad, el silencio de las tres de la tarde. Pero ellos no habían vuelto a ser los mismos.

—Cada vez que intento dormir —dijo Édgar— siento tierra en la boca.

Zoe levantó la vista. Tenía ojeras marcadas. Los tres habían comenzado a perder peso, aunque no dejaban de comer. Habían comenzado a escribir sin quererlo. Notas sueltas, palabras en hojas de recibos, frases en las paredes del baño.

Todas eran nombres.

Todas eran flores.

Un día, sin coordinarlo, llegaron al parque. Ya no hablaban de lo que hacían: sus pasos los llevaban a los mismos lugares. La grieta del Tule ya no estaba. Pero el árbol tenía una nueva marca: una línea delgada, apenas perceptible, que parecía una lengua.

Zoe fue la primera en tocarla.

La corteza estaba tibia.

Y susurró.

No un nombre. No un lamento.

Una historia.

“Esto empezó mucho antes de nosotros. Mucho antes de los nombres, de los cuerpos. Antes de que este barrio tuviera calles o casas o nombres en los buzones.
Aquí vivían árboles. Árboles que escuchaban.
Uno de ellos quiso recordar lo que todos los demás querían olvidar.”

Zoe retrocedió.

Marisol se acercó y colocó una flor negra al pie del tronco. La tierra la tragó en segundos.

—¿Qué hacemos con esto? —preguntó.

Édgar levantó una piedra del suelo. Abajo, había un cuaderno. El mismo de Rosario. Pero ahora con tapas nuevas, negras como obsidiana, y en blanco.

Lo abrió.

En la primera página había una sola línea:

“Ahora es tu turno de escribir lo que no debe olvidarse.”

Desde ese día, comenzaron a registrar todo. Cada flor. Cada nombre. Cada noche que soñaban con raíces en la lengua.

El barrio los dejó hacer.

No hubo más susurros.

No más fuego.

No más sangre.

Solo memoria.

Pero la historia no termina allí.

Un año después, el invernadero fue abierto al público.

Le pusieron un letrero de madera pintado a mano:
“Jardín de las Memorias”.

Nadie notó que las flores negras solo crecían cuando alguien lloraba cerca de ellas.

O que las hojas susurraban nombres olvidados por sus propios familiares.

Nadie preguntó por el cuaderno que descansaba en una urna de cristal en la entrada.
Ni por las tres sillas vacías que nadie usaba, pero que siempre estaban tibias.

Nadie lo notó.

Solo el barrio.

Y el barrio, como siempre, escuchaba.

Epílogo

Quizá ya leíste cada cuento.
Quizá esta es tu primera visita al Barrio El Tule.
En cualquier caso, si alguna vez escuchas tu nombre mientras riegas tus plantas…
No respondas.
Solo escucha.

Alguien está tratando de florecer.


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