
ECOCUENTO
En la ciudad de Nubelia, el cielo casi nunca se veía.
No porque estuviera siempre nublado, sino porque el humo de los autos, las fábricas y las chimeneas lo tapaba como una cobija gris.
Los niños crecían acostumbrados a ver solo un color en lo alto: grisáceo de día, anaranjado de noche, con las estrellas escondidas como si tuvieran miedo.
—¿De qué color es el cielo? —preguntó un día Sofía, de ocho años, a su abuelo.
El abuelo sonrió con tristeza.
—El cielo es azul, niña. Azul brillante como el mar cuando el sol lo acaricia.
—¿Y por qué aquí no es azul?
El abuelo suspiró.
—Porque hemos llenado el aire de cosas que no deberían estar ahí: humo, polvo, gases. El cielo está, pero no lo vemos.
Sofía se quedó pensativa. ¿Un cielo azul escondido? Sonaba como un secreto que merecía ser descubierto.
Al día siguiente, Sofía fue a la escuela con esa pregunta en la mente. En la clase de ciencias, la maestra les habló de una fecha especial:
—Niños, ¿saben qué se conmemora el 7 de septiembre?
Nadie levantó la mano.
—Es el Día Internacional del Aire Limpio por un Cielo Azul.
Los alumnos se miraron intrigados.
—¿Significa que ese día el cielo se limpia solito? —preguntó Luis, el bromista de la clase.
La maestra sonrió.
—No exactamente. Significa que ese día recordamos que el aire limpio es un derecho de todos, que nos ayuda a estar sanos, a ver el cielo y a cuidar la naturaleza. Es un recordatorio de que podemos hacer cosas para mantenerlo limpio.
Sofía alzó la mano.
—Mi abuelo me dijo que el cielo es azul, pero yo nunca lo he visto.
El salón quedó en silencio. La maestra se inclinó hacia ella.
—Entonces, Sofía, este año será tu misión: buscar el cielo azul.
Esa tarde, Sofía corrió a casa y le contó al abuelo. Él sonrió, con los ojos brillantes como si guardara un secreto.
—Si quieres ver el cielo azul, no lo lograrás sola. Necesitarás ayuda.
—¿De quién?
—De tus amigos. Y de la ciudad entera.
Sofía se quedó confundida, pero aceptó el reto.
Al día siguiente, reunió a sus compañeros en el recreo.
—Quiero ver el cielo azul. Pero no puedo sola. ¿Quién me ayuda?
Al principio, se rieron.
—El cielo siempre es gris, Sofía.
—¿Y si el abuelo se equivocó?
—¿Y si el cielo ya se murió?
Pero ella no se rindió.
—La maestra dijo que podemos cuidarlo. ¿Y si hacemos una misión?
Los niños se entusiasmaron. Les encantaba la idea de una misión secreta.
Primero hablaron con don Ramón, el jardinero de la escuela.
—Don Ramón, ¿cómo hacemos para que el cielo se limpie?
El hombre, que siempre olía a tierra húmeda, respondió:
—Los árboles son los mejores amigos del cielo. Ellos respiran el aire sucio y lo devuelven limpio.
—¡Entonces plantemos árboles! —gritó Luis.
Don Ramón sonrió y les regaló semillas de jacaranda, mezquite y fresno.
Luego visitaron la panadería de doña Clara.
—¿Cómo cuidamos el aire, doña Clara?
Ella señaló el horno de leña.
—Yo antes usaba carbón y salía mucho humo. Ahora uso leña reciclada y caliento menos veces al día. Así el humo no cubre la calle. Si todos usamos menos fuego sucio, el cielo respira mejor.
Poco a poco, Sofía y sus amigos fueron preguntando a cada vecino: al señor del puesto de tacos, a la señora que vendía tamales, al ciclista que repartía comida, al chofer del camión.
Todos daban consejos distintos:
- Usar bicicleta en lugar de coche.
- Apagar las luces que no se usan.
- No quemar basura.
- Plantar más árboles.
- Compartir el auto entre varias personas.
Los niños anotaban todo en una libreta que llamaron “El manual del cielo azul”.
La idea se hizo tan grande que la maestra Elena organizó una jornada escolar. Ese 7 de septiembre, en vez de clases, todos salieron con carteles que decían:
- “El aire limpio es vida”
- “Deja descansar a tu coche”
- “Planta un árbol y verás el cielo”
Los padres se unieron, los vecinos también. Hubo música, juegos y concursos de dibujo.
Sofía miraba emocionada.
—Abuelo, ¿crees que con esto se verá el cielo azul?
Él acarició su cabello.
—Tal vez no hoy. Pero cada acción suma.
Pasaron semanas. Al principio, parecía que nada cambiaba. El cielo seguía gris, como una sábana sucia.
Pero un sábado, después de una fuerte lluvia, Sofía salió corriendo a la calle.
Las nubes se habían ido. El aire olía a tierra mojada. Y entre los cerros, asomaba un color intenso, brillante, tan limpio que parecía pintado: azul.
—¡Es azul! ¡Es de verdad azul! —gritó con lágrimas en los ojos.
El abuelo sonrió desde el balcón.
—Te lo dije, niña. El cielo azul nunca se fue. Solo necesitaba que lo ayudáramos a regresar.
Ese día, todos los niños de la escuela corrieron por la avenida, señalando hacia arriba.
—¡Miren! ¡El cielo! ¡El cielo azul volvió!
Los vecinos levantaron la vista, algunos incrédulos, otros conmovidos. Muchos adultos se dieron cuenta de que no recordaban la última vez que habían mirado hacia arriba con tanta atención.
Desde entonces, cada 7 de septiembre, en Nubelia se celebra el Festival del Cielo Azul. Las familias apagan los coches, caminan o usan bicicletas. Los niños pintan cometas que vuelan libres, los músicos tocan al aire libre y todos miran hacia arriba, recordando que el cielo puede ser gris o azul, según lo que ellos decidan.
Y Sofía, que ahora sabe que el cielo azul es un regalo que se cuida, cada noche agradece al abuelo por haberle contado el secreto.
Porque en el fondo, comprendió que el cielo no se había olvidado de ellos.
Eran ellos los que habían dejado de mirar.

