Niño con linterna explorando un túnel oscuro en Guanajuato, representando el miedo a lo desconocido en un cuento infantil.
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Era una tarde nublada en la ciudad de Guanajuato. La primaria «Miguel Hidalgo» estaba celebrando la Semana del Terror. Era una tradición en la que los niños disfrutaban de historias de miedo, juegos y actividades relacionadas con el tema. Sin embargo, este año la maestra Gabriela había decidido cambiar un poco las cosas. En lugar de las típicas leyendas y cuentos de fantasmas, ella les pidió a los estudiantes pensar. Les pidió reflexionar en lo que realmente les daba miedo.

En el salón de sexto grado, los estudiantes se miraban con nerviosismo. La maestra Gabriela escribía en el pizarrón: «¿Qué te asusta más que cualquier monstruo?».

—Quiero que cada uno de ustedes piense en lo que más les asusta. No tiene que ser algo que vean en las películas. Tampoco en los cuentos de terror. —dijo la maestra, con su tono cálido y siempre alentador—. Puede ser algo que sientan o algo que no puedan ver.

Carlos, un niño tímido y reservado, comenzó a pensar en lo que realmente le daba miedo. No eran los fantasmas ni las arañas. De hecho, él disfrutaba las historias de terror. Se reía con las películas de miedo. Pero había algo que lo inquietaba profundamente: lo desconocido, lo que no podía ver ni entender.

Al terminar la clase, la maestra Gabriela repartió hojas de papel. Les pidió que dibujaran lo que les daba más miedo. Algunos niños dibujaron monstruos de varias cabezas, zombis, vampiros y otros seres fantásticos. Pero Carlos, después de mucho pensar, dibujó una figura borrosa. Era algo parecido a una sombra. La sombra parecía moverse y cambiar de forma.

—¿Qué es eso, Carlos? —preguntó su compañera Clara, mirando su dibujo con curiosidad.

—No lo sé exactamente —respondió Carlos con un susurro—. Es algo que no puedo ver bien, pero siento que está ahí. Es como… como el miedo a lo que no entiendo.

Clara lo miró, confundida, pero asintió.

—Bueno, sí que es raro. A mí me daría miedo también.

Después de clases, Carlos caminó de regreso a casa. La tarde estaba cayendo y el cielo se veía más oscuro de lo habitual. A medida que avanzaba por las estrechas calles de Guanajuato, con sus empinadas colinas y túneles, comenzó a sentirse inquieto. Las sombras parecían más largas, y el eco de sus pasos resonaba de una manera que no le gustaba. Carlos siempre había sido un niño imaginativo. En ese momento, la sensación de que algo invisible lo acechaba comenzó a incomodarlo.

De repente, escuchó un ruido detrás de él. Un crujido suave, como si alguien estuviera pisando hojas secas. Se detuvo y miró hacia atrás, pero no había nadie. Solo las casas coloridas alineadas, con sus balcones llenos de flores, y una brisa fría que le erizaba la piel.

—Debe ser mi imaginación —se dijo a sí mismo, tratando de tranquilizarse.

Apresuró el paso y finalmente llegó a su casa. Era una pequeña construcción de dos pisos con ventanas altas. Tenía una puerta verde. Al entrar, saludó a su madre, quien estaba preparando la cena en la cocina.

—¿Cómo te fue en la escuela, hijo? —preguntó su mamá sin voltear, concentrada en cortar verduras.

—Bien… —respondió Carlos, todavía un poco distraído por lo que sentía.

Después de cenar, Carlos se dirigió a su habitación. Su mente seguía atrapada en esa sensación extraña de antes, en lo que había dibujado en clase. Se tumbó en la cama y apagó la luz. En la oscuridad de su cuarto, su imaginación comenzó a jugarle malas pasadas. Las sombras parecían moverse, y el silencio se volvía ensordecedor. Carlos cerró los ojos, intentando dormir, pero el miedo a lo desconocido no lo dejaba en paz.

Esa noche tuvo un sueño inquietante. Caminaba por un túnel oscuro, uno similar a los túneles subterráneos de Guanajuato, y sentía que algo lo seguía. No podía verlo, pero sentía su presencia, siempre a unos pasos detrás. Cada vez que se giraba, lo único que veía era oscuridad, pero el miedo crecía y crecía.

Despertó sudando y con el corazón latiendo rápido. Se dio cuenta de que ya era de mañana. Se vistió y se preparó para ir a la escuela, pero el sueño no lo dejaba tranquilo. Durante el recreo, se acercó a la maestra Gabriela, quien estaba supervisando a los niños en el patio.

—Maestra, ¿puedo hablar con usted? —preguntó Carlos, tratando de no parecer demasiado preocupado.

—Claro, Carlos. ¿Qué sucede? —respondió la maestra con una sonrisa, notando la expresión seria de Carlos.

—Es que… anoche tuve un sueño raro. Sentía que algo me seguía, pero no podía verlo. Y… creo que es lo que me da más miedo, lo que no puedo ver o entender.

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La maestra Gabriela lo escuchó con atención y luego asintió, tomándose un momento para elegir sus palabras.

—Carlos, a veces, lo que más nos asusta es precisamente lo que no podemos ver o entender. Pero eso no significa que sea malo. El miedo a lo desconocido es natural; es una forma de protegernos. Lo importante es no dejar que ese miedo nos controle.

Carlos asintió lentamente, tratando de procesar lo que la maestra le decía. Pero Gabriela continuó.

—Piensa en ello como una oportunidad para aprender. A veces, lo que nos asusta se vuelve menos aterrador cuando lo entendemos mejor. Por ejemplo, ¿qué tal si investigas un poco más sobre lo que sientes? Podrías encontrar que no es tan aterrador como parece.

Carlos pensó en las palabras de la maestra durante el resto del día. Al llegar a casa, decidió enfrentar su miedo de una forma diferente. En lugar de evitar la oscuridad y las sombras que lo inquietaban, tomó una linterna. Luego comenzó a explorar su propia casa. Iluminaba cada rincón y observaba los objetos que antes parecían siniestros.

Mientras caminaba por su habitación, apuntó la linterna hacia el armario y luego bajo la cama. Nada más que sus cosas: libros, juguetes y algunos zapatos. Se dio cuenta de que lo que realmente le daba miedo no eran las sombras o los ruidos. Lo que le daba miedo era la idea de que algo pudiera estar ahí sin que él lo supiera. Al iluminar cada espacio, su ansiedad comenzó a disminuir.

Después, Carlos decidió investigar más sobre los túneles de Guanajuato, esos lugares oscuros y misteriosos que siempre lo habían fascinado y atemorizado al mismo tiempo. Descubrió que habían sido construidos siglos atrás para desviar el río de la ciudad y evitar inundaciones. Aprendió sobre su historia y cómo se convirtieron en una parte icónica de la ciudad. Poco a poco, los túneles dejaron de parecerle lugares oscuros y amenazantes, y comenzaron a ser una parte interesante de su hogar.

Esa noche, Carlos volvió a soñar, pero esta vez no había túneles interminables ni sombras acechantes. Soñó que caminaba por los túneles de Guanajuato, esta vez iluminados, y en lugar de sentir miedo, se sentía curioso y emocionado por descubrir lo que había a su alrededor.

Al despertar, Carlos se sintió diferente, como si hubiera dejado algo atrás. Durante el desayuno, le contó a su mamá lo que había aprendido y cómo enfrentó su miedo.

—A veces, lo que más miedo nos da es lo que no entendemos —le explicó, repitiendo las palabras de la maestra Gabriela.

Su mamá sonrió y le acarició el cabello.

—Eso es muy sabio, Carlos. Y me alegra que lo hayas descubierto por ti mismo.

Desde ese día, Carlos comenzó a ver el mundo con otros ojos. Comprendió que el miedo a lo desconocido no siempre era malo; a veces, era una invitación a aprender y a crecer. Y aunque los miedos nunca desaparecen por completo, enfrentarlos con curiosidad y valentía puede transformar lo que una vez parecía aterrador en algo mucho menos intimidante. El miedo a lo desconocido es algo natural y común en todos nosotros, pero no debemos dejar que nos paralice. Enfrentarlo con curiosidad y la disposición a aprender nos permite descubrir algo. Muchas veces, lo que nos asusta no es tan terrible como imaginábamos. La verdadera valentía está en mirar más allá de las sombras y encontrar la luz del entendimiento en lo que nos rodea.

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