Auriculares blancos y celular roto en vagón de metro vacío, escena de terror psicológico.
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Juro que lo que voy a contar no es un invento, ni un mal sueño. Lo viví. Y desde entonces, cada noche temo que sea la última en la que puedo escribir.

Todo comenzó en el metro, pasada la medianoche. El vagón iba casi vacío; solo tres personas además de mí. Me senté al fondo, cerca de la puerta. Fue entonces que la vi. Una mujer joven, delgada, sentada dos asientos más allá. Tenía la cabeza inclinada y el cabello oscuro le cubría el rostro. Llevaba sudadera y jeans, ropa común, pero había algo extraño: unos auriculares blancos, viejos, conectados a un celular con la pantalla rota y apagada.

No me habría fijado tanto, de no ser porque escuché un zumbido. No venía de las bocinas del vagón, ni de las vías. Era un sonido metálico, un murmullo que me ponía la piel de gallina.

Quise ignorarlo. Pero ella levantó apenas la cabeza, lo suficiente para que yo sintiera que me observaba. Y lo hice, cometí el error:

—¿Qué escuchas? —pregunté, casi sin pensar, solo para romper el silencio.

Ella sonrió. Fue una sonrisa débil, rara, como si hubiera estado esperando exactamente esa pregunta. Entonces levantó la mano y me ofreció uno de los auriculares.

Mi corazón dio un salto, pero acepté. Estaba cansado, aburrido, y pensé que sería cualquier canción rara, alguna grabación personal. Me lo puse.

El sonido empezó como viento en un túnel, un soplido constante. Luego vino un grito. Un grito desgarrador, brutal, que me sacudió hasta el alma. Pero lo peor fue que reconocí la voz: era mi voz, chillando en agonía, como si estuviera muriendo en ese instante.

Sentí que me ahogaba. Me arranqué el auricular con violencia, jadeando, temblando. Ella, en cambio, lo tomó con calma, lo colocó de nuevo en su oído y volvió a bajar la mirada. Como si nada hubiera ocurrido.

Yo no podía dejar de temblar. Nadie en el vagón pareció haber visto nada. Me bajé en la siguiente estación, con el corazón al borde del colapso.

Intenté olvidar lo que pasó. Me repetía que era mi imaginación, que estaba sugestionado. Pero el grito seguía dentro de mi cabeza. Mi grito.

Las noches siguientes fueron un infierno. Soñaba con ese sonido. Me despertaba empapado en sudor, con la garganta seca, como si hubiera estado gritando dormido.

Tres días después, mientras cenaba, la televisión mostró una nota rápida: un joven murió en la estación Guerrero, aparentemente un suicidio. El presentador mencionó que testigos aseguraban que antes de desplomarse había lanzado un grito espantoso, tan fuerte que se escuchó por todo el andén.

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Sentí que el estómago se me vaciaba. El grito que describían… era idéntico al que escuché en los auriculares.

Creí que la había dejado atrás. Que había sido un encuentro aislado, un mal recuerdo. Pero me equivoqué.

Una semana después, tomé un camión nocturno rumbo a casa. Iba casi vacío. Al sentarme, sentí el mismo murmullo metálico. Miré al fondo. Y allí estaba ella. Misma sudadera, mismo celular apagado, mismos auriculares blancos.

Me miraba. No había nadie más cerca.

No dijo nada. Solo alzó la mano y, otra vez, me ofreció uno de los auriculares.

No lo acepté. Me levanté de golpe y me bajé en la primera parada, aunque no fuera mi destino. Caminé de prisa, sin mirar atrás.

Pero esa noche, al llegar a casa, los auriculares estaban en mi mesa de noche. Los míos, los que uso siempre, pero ahora eran blancos, idénticos a los suyos. Y cuando los toqué, escuché el soplido dentro, aunque no estaban conectados a nada.

Desde entonces la escucho en todas partes. En la radio apagada de la cocina. En los audífonos que olvidé en un cajón. Incluso en mis sueños: ella se sienta frente a mí, siempre extendiendo la mano con ese gesto inevitable.

Sé que mi final está marcado. Sé que cuando llegue el día, el grito que escuché será el mío. Puedo sentirlo, esperando, como una grabación lista para reproducirse.

Por eso lo escribo. Para que otros lo sepan. Para que, si alguna vez viajan de noche y ven a una mujer solitaria, con un celular apagado y auriculares blancos, no pregunten nada. No la miren. No acepten.

Porque si escuchas… ya no hay forma de escapar de tu propio grito.

Y ahora, mientras termino de escribir, oigo un soplido en el auricular de mi mesa. Sé que si lo pongo en mi oído escucharé de nuevo ese chillido atroz. Sé que será el último.

La pantalla de mi celular está rota. Y aunque lo tengo apagado, los auriculares acaban de encenderse solos.

Ella ya está aquí.

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