
El 1 de noviembre el panteón olía a copal cansado y a cempasúchil que parecía apagarse desde adentro. Llevé la foto de mi madre envuelta en papel mantequilla y monté su ofrenda: pan, mandarinas, su taza de café, un vaso de agua y tres veladoras blancas.
Entonces las vi: junto a mi altar se alineaba una fila de no-llamas. No eran sombras comunes, sino manchas de opacidad que chupaban la luz de las mías. Tres, luego cuatro, extendiéndose hacia la capilla sin vaso ni pabilo. Se me erizó la nuca.
—No las mire, joven —susurró un viejo del panteón, enderezando la taza de café—. Son las que faltan: foto, nombre, voz.
Intenté reír, pero la risa se atascó con sabor a fósforo. En casa, por primera vez, había dejado sin foto el lugar de mi madre. Creí que no importaba porque hoy la traía conmigo. El viejo se alejó sin ruido. Yo esquivé mirar las no-llamas… hasta que miré.
No vi figuras. Cambió el sonido. Las risas, la banda, el crujido de las flores quedaron a un metro, como si yo estuviera bajo una campana. Dentro de ese silencio escuché mi nombre sin vocales, un hueso de aire dicho desde el fondo del agua. Giré brusco; casi apagué la tercera vela. La vergüenza me calentó la cara. Puse la foto en el centro y hablé como cuando la cuidé al final, cuando el reloj parecía moverse con suavidad de manta.
—Perdona el olvido, ma. Aquí estás.
El aire hizo un gesto condescendiente. La banda retomó “La Llorona”. Duró un parpadeo. Después la fila negra creció dos pasos. Miré alrededor: en otras ofrendas ocurría lo mismo. Las no-llamas formaban procesiones paralelas que absorbían brillo y paciencia. Un hombre rezó en voz alta el nombre de su difunta; su fila se acortó. El viejo pasó otra vez, escoba al hombro.
—Nombre exige nombre —dijo—. Ya tiene pan y café; falta usted.
Incliné la frente al mantel. Dije su nombre completo, los apellidos como cordeles, el apodo que nos daba risa, el “ma” redondo de mi infancia. La fila se detuvo. Una lágrima de cera bajó exacta; el vaso vibró. El mundo volvió a su volumen normal: pan rompiéndose, un bebé llorando, un perro rascándose la eternidad.
Entonces otra voz, no la mía ni la de mi madre, sopló un nombre manco en mi oído: R—n. Lo repitió. Busqué dueño: una joven encendía su primer altar con un papel mal recortado en lugar de foto. Su fila chupaba luz, impaciente, como si ese recorte no bastara. Entendí: las no-llamas piden. Si miras mucho, piden voz. Si no la reciben con cariño, la toman por insistencia.
Mi miedo sopló sin querer y apagó la tercera vela. La fila avanzó en un zarpazo mudo. Oí mi nombre partido. El fósforo se quebró. El viejo me tendió un encendedor con calcomanía de futbolista.
—No preste su voz al vacío. Nombre que se da, no se quita.
Prendí. El humo dibujó el perfil sonriente de mi madre. Repetí su nombre hasta que la fila retrocedió. No desapareció: quedó al acecho, como perro sin dueño que aprende tu horario.
A la una, la banda se fue. Recogí despacio. En casa, apagué la luz sin hablar, por probar. El clic no sonó. Se abrió un hueco que olía a escalón húmedo. Volví a encender. Dije en voz alta su nombre y el mío, como dos estacas. El clic regresó, pequeño y fiel.
Desde esa noche, a ratos, oigo mi nombre sin vocales rebotar en la esquina de la sala. Si me descuido, la puerta del comedor se inclina un milímetro hacia adentro. Entonces digo nombres: el suyo, el mío, los de mis muertos. El aire se aquieta como perro que reconoce la correa. Camino entre velas con respeto bruto.
Si un día, en el panteón, ves junto a las llamas una fila de no-llamas, míralas poco o di nombres. Di los que faltan. Di el tuyo entero, con vocales bien plantadas. Y si te llaman desde el agua, no respondas. El vacío aprende, pero también obedece a la palabra llena.
Yo sigo cuidando mi altar. No vuelvo a apagar nada en silencio. Cuando dudo, repito en voz clara el nombre de mi madre, que huele a café y a pan tibio, y el mío, que huele a miedo que aprende. Las velas responden. La casa respira hondo y exhala luz. Y las no-llamas, en la periferia, se quedan quietas, como si esperaran otra oportunidad en otra mesa menos atenta.

