
La notificación llegó justo cuando abría los ojos: «Estado emocional: 84%. Ánimo: funcional. Filtro Azul: activo.»
Paula se sentó al borde de la cama y se colocó los visores. Un zumbido suave, como una exhalación. En un instante, su mundo se alineó: los colores eran suaves, las luces cálidas, la interfaz flotaba con frases motivadoras en tipografía amable. La ventana mostraba un cielo despejado, aunque era lunes y llovía en la vida real.
—Buenos días, Paula —dijo la voz del sistema con tono sereno—. Hoy será un gran día. Respira profundo. ¿Quieres una afirmación positiva?
—Sí… —respondió, automática.
«Tienes el poder de transformar tu realidad.»
Desde que se implementó el programa CIUDAD AZUL, todos estaban obligados a usar lentes de realidad aumentada durante su jornada activa. El sistema ajustaba la percepción visual y auditiva según tus niveles emocionales. Calles limpias, rostros felices, edificios sin grietas. Si tu ánimo bajaba, te mostraban más árboles, música suave, frases como “Todo pasa”, “Sonríe, ya casi llegas”.
Y funcionaba. Al menos eso decían.
Paula tomaba el metro al trabajo como siempre. Todos los rostros eran suaves, pulcros, con sonrisas mínimas pero constantes. Nadie gritaba. Nadie se empujaba. Incluso los olores eran filtrados. Una cápsula social anestesiada con eficiencia emocional.
En la oficina, los visores se sincronizaban con los sistemas de la empresa. Sus compañeros tenían pequeñas etiquetas de “Estable” flotando sobre sus cabezas. Si alguien bajaba de nivel, el software sugería pausas activas o microdosis de dopamina vía pulsera.
Ese día, Paula presentó un informe. Era bueno, pero la jefa le sonrió apenas y dijo:
—Puedes mejorar. Recuerda: actitud positiva siempre.
«Estado emocional: 69%. Filtro Azul intensificado.»
La sala se volvió más cálida. Aparecieron mariposas virtuales flotando por la esquina. Paula respiró. No estaba triste. No debía estarlo. El sistema la ayudaba. El sistema cuidaba.
Al salir, el viento la sorprendió en la cara. Iba distraída revisando mensajes cuando una bicicleta se le atravesó y tropezó. Cayó mal. La cabeza golpeó el borde de una jardinera. Un crujido seco. Oscuridad por un segundo.
Cuando abrió los ojos, el visor parpadeaba. Chispazos de color, interferencia, y luego… nada.
Nada.
Se lo quitó. Tenía una rajadura fina, como telaraña. El mundo frente a ella era distinto. Más gris. Más sucio.
Los rostros ya no eran suaves. Las paredes estaban grafiteadas. Había basura en la banqueta. Olía a orina.
Parpadeó.
Un niño lloraba en la esquina. Nadie lo volteaba a ver. Dos adultos discutían fuerte en un café, pero sus voces eran reemplazadas por risas falsas saliendo de los parlantes del local.
Paula dio un paso hacia atrás. Vio un anuncio digital apagado. Decía: “Ciudad Azul. Armonía desde la raíz.” Pero alguien le había rayado encima: “Mienten. Mienten. Mienten.”
Miró a las personas alrededor. Todas con los visores puestos. Caminaron como si nada. Como si el mundo sí fuera bonito. Como si nada oliera mal. Como si ese hombre tirado junto a la parada del camión fuera una sombra.
Sintió un nudo en el pecho. El sistema no era un apoyo. Era un disfraz. Un velo. Una prisión bonita.
Volvió a casa sin el visor. Las paredes del metro estaban agrietadas. Una mujer hablaba sola, gritándole a algo invisible. Todos la ignoraban. A una anciana le robaron el bolso y nadie se detuvo.
Nadie podía ver nada.
Al llegar a su departamento, todo le pareció extraño. Las flores que siempre veía en su sala no existían. El mural luminoso era solo una mancha vieja. Las frases motivacionales estaban proyectadas sobre muros despintados.
En el espejo, se vio por primera vez sin “optimización de rostro”. Tenía ojeras. Arrugas. La mirada cansada.
El asistente doméstico habló:
—Detectamos que su visor ha dejado de funcionar. ¿Desea un reemplazo inmediato?
Paula no respondió.
—Estado emocional: 42%. Riesgo de disociación. Activando protocolo de atención.
El sistema proyectó imágenes felices en las paredes. Sonrisas. Risas de niños. Atardeceres falsos.
Paula los apagó todos.
Esa noche, durmió mal. Soñó con un mundo lleno de gente con visores implantados directamente en el cráneo. Donde los bebés nacían ya conectados. Donde nadie recordaba qué era el dolor, porque el sistema lo filtraba desde la raíz.
Despertó temblando.
—Ya no quiero vivir en un mundo falso —susurró.
Fue a la estación de servicio del gobierno. Llevaba el visor roto en la mano.
—Quiero salirme del programa —dijo.
La mujer del mostrador ni la miró.
—No es posible. Ciudad Azul es mandatorio desde la Reforma Mental del 2041. Puede hacer una cita para reconfiguración si hay malestar prolongado.
—¡No quiero reconfiguración! Quiero ver el mundo como es.
La mujer sonrió con calma.
—Eso suena a desequilibrio. ¿Podrías esperar en esa sala? Te mandaremos asistencia emocional.
En la sala, otros esperaban. Todos sin visores. Todos con ojos rotos.
Uno le susurró:
—Ya no hay salida. Solo puedes acostumbrarte. O apagarte.
Horas después, la obligaron a firmar una autorización para implante directo. Sin visor. Sin opción.
Cuando despertó de la cirugía, ya no podía quitarse el filtro.
Pero sonrió.
El mundo se veía hermoso otra vez.
En su mente, una voz le susurró:
«Tienes el poder de transformar tu realidad.»
Y lo había hecho.
Aunque ya no fuera suya.

