
En el pequeño pueblo de San Fernando, las celebraciones del Día de Muertos siempre traían consigo una mezcla de nostalgia y alegría. Las casas se llenaban de altares coloridos, y las familias se reunían para recordar a quienes ya no estaban, compartiendo historias y risas en honor a los que habían partido.
Pero este año, en una de las casitas al final de la calle, don Tomás no tenía motivos para sonreír. Su amada esposa, Luz, había fallecido apenas unos meses antes, y él no encontraba consuelo en la idea de un altar. ¿De qué le serviría ponerlo si ya no la vería nunca más?
Don Tomás y Luz habían compartido una vida plena y feliz, un matrimonio de 45 años, de esas historias de amor que el pueblo entero conocía y admiraba. Se conocieron siendo jóvenes y desde entonces jamás se separaron. Juntos, enfrentaron las dificultades y los momentos dulces con el mismo amor que se tenían desde el primer día. Luz, siempre sonriente, amaba celebrar el Día de Muertos; decía que era “la fiesta de los recuerdos”.
Con su dulzura, preparaba el altar de sus padres y abuelos con dedicación y cariño, decorándolo con velas, flores de cempasúchil y los platillos favoritos de cada ser querido.
Este año, sin embargo, don Tomás se sentía perdido. Había colocado un altar, sí, pero lo hizo con manos temblorosas y el corazón lleno de tristeza. Con cada objeto que colocaba en el altar, una lágrima escapaba de sus ojos. Empezó con su jarrito favorito de café, porque Luz adoraba beberlo bien caliente por las mañanas. Luego puso el pan de muerto que ella misma solía hornear con tanto esmero. Colocó también un libro de poemas de amor, uno que le regaló el primer año de casados, y una bufanda que tejió especialmente para él. Cada objeto era un pedacito de su vida juntos, un eco de los momentos felices que ahora solo vivían en su memoria.
Finalmente, don Tomás colocó una pequeña fotografía en el centro del altar, una en la que Luz sonreía, con el cabello peinado como a él le gustaba y los ojos llenos de vida. Al ponerla en su lugar, sintió una extraña calidez, un consuelo inesperado, como si Luz, de algún modo, estuviera allí.
—Tomás —susurró una voz suave detrás de él. Al girarse, vio la figura de su esposa, tan real y tangible como en sus recuerdos, envuelta en un delicado resplandor, sonriéndole con esa expresión serena que él tanto amaba.
—¿Luz… eres tú? —preguntó, apenas atreviéndose a creer lo que veían sus ojos.
—Sí, Tomás —respondió ella, acercándose y tomando sus manos—. Vine a verte, a recordarte que todo este amor que sientes no debe llenarte de tristeza, sino de gratitud.
Don Tomás sintió un nudo en la garganta, y las lágrimas brotaron de sus ojos al tiempo que estrechaba las manos de su esposa. No se atrevía a hablar, a romper el hechizo de ese momento tan perfecto.
—Ay, Tomás —dijo Luz, con esa voz dulce que siempre lograba calmarlo—, ¿por qué te aferras tanto a la tristeza? ¿Por qué dejar que el dolor oculte todos los momentos felices que vivimos juntos?
—Es que… no sé cómo seguir adelante sin ti, Luz. Todo lo que hago me recuerda a ti. Cada rincón de la casa, cada rincón del pueblo. Me duele recordarte porque te extraño tanto.
Luz le sonrió con ternura y, acariciando su rostro, le habló con cariño.
—Si te duele recordar, es porque esos recuerdos fueron hermosos, Tomás. ¿No lo ves? Fuiste tan feliz que, ahora que ya no estoy, los recuerdos se vuelven tristes. Pero no deberían serlo. Este amor sigue vivo, aquí —dijo, colocando una mano sobre su pecho—. No hay distancia ni muerte que pueda borrar lo que compartimos.
Juntos se sentaron frente al altar, recordando su vida. Don Tomás contó historias, se rieron de anécdotas del pasado, y Luz lo miraba con esa calidez que él nunca había dejado de amar. Cada detalle, cada palabra compartida parecía traer de vuelta los momentos felices que habían vivido.
—Recuerda, Tomás —le dijo Luz, mientras la noche avanzaba y el cielo empezaba a clarear—, que el amor que sentimos no se queda en el pasado. No tienes que vivir solo en los recuerdos, sino que debes abrazar el amor que aún sientes y llevarlo en el corazón, todos los días. Vive por los dos, disfruta por los dos. Así, yo nunca me habré ido del todo.
La despedida se acercaba, y don Tomás sintió que el tiempo se le escapaba como arena entre los dedos. Luz, percibiendo su tristeza, lo abrazó con fuerza, llenándolo de un calor que lo envolvió por completo. Antes de desaparecer, le dio un último consejo.
—Nunca olvides, mi amor: si te duele recordarme, es porque fuimos muy felices. Ese dolor, aunque sea difícil, es también una prueba del amor tan grande que compartimos. Vive, ríe, y hazme parte de tus días felices. No me llores, sino que recuérdame con la misma alegría con la que decoraste este altar.
La luz del amanecer iluminó el altar, y en un parpadeo, Luz se desvaneció en medio del resplandor. Don Tomás sintió una mezcla de nostalgia y paz. Aún había tristeza, sí, pero ahora sentía algo más: el consuelo de saber que el amor que él y Luz compartieron seguiría vivo en su corazón y en cada sonrisa que él decidiera dedicarle. La noche le había dejado una lección: los recuerdos no eran para vivir atrapado en el pasado, sino para recordarle lo afortunado que había sido.
Así, don Tomás siguió honrando a su esposa cada Día de Muertos, colocando el altar con amor y sonriendo cada vez que recordaba sus palabras. Y cuando alguien le preguntaba por qué no se entristecía, él respondía con una sonrisa cálida y decía:
—Este amor fue tan grande que merece vivirse y no sufrirse todos los días.


