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El verano en aquel pueblo costero olía a sal, gasolina y promesas rotas. Cada tarde, el sol se derretía en el horizonte. Era como un cigarro consumiéndose entre los dedos. Dejaba tras de sí un cielo dorado, cubierto de cenizas rosadas. Entre todo aquel calor pegajoso y los ecos de canciones olvidadas en la radio, estaba él: Julián. Llevaba su chaqueta de cuero a pesar del bochorno. Tenía un cigarro a medio fumar. Esa mirada de chico perdido siempre le había hecho sentir a Lucas mariposas y miedo a la vez.

Lo había conocido un verano atrás, cuando llegó al pueblo con su moto destartalada y una mochila llena de nada. Nadie sabía de dónde venía. Nadie sabía por qué había aparecido en aquel rincón del mundo donde nunca pasaba nada. A Lucas nunca le habían importado los detalles. Solo sabía que, cuando Julián estaba cerca, su mundo gris se llenaba de neón.

Lucas había vivido siempre en ese pueblo. Su vida era un ciclo de días monótonos. Trabajaba en la gasolinera de su padre. Veía a los mismos rostros. Escuchaba las mismas historias recicladas una y otra vez. Pero Julián era distinto. Era alguien que no pertenecía a ese lugar. Era una persona con historias que nunca contaba del todo. Tenía una risa que escondía secretos.

Aquella tarde, como tantas otras, estaban tumbados sobre el capó del viejo coche de Julián. Miraban el cielo y escuchaban el sonido de las olas rompiendo contra la orilla. También oían el ronroneo lejano de los motores en la carretera. El cigarro de Julián se consumía lentamente entre sus labios entreabiertos.

—Dime una cosa, Lucas —murmuró Julián, exhalando humo al aire cálido—. ¿Tú nunca has querido largarte de aquí?

Lucas se quedó en silencio un momento. Lo había pensado mil veces, pero decirlo en voz alta era otra historia. Se giró hacia él, con el corazón palpitando bajo la camiseta gastada.

—A veces —admitió—. Pero no sé si me atrevería.

Julián sonrió de lado, con esa mueca suya que siempre parecía desafiar al mundo entero. Se incorporó un poco, apoyando el peso en un codo y mirándole de cerca.

—Entonces hazme una promesa —susurró—. Si cuando acabe el verano sigues queriendo irte, nos vamos juntos. Tú y yo, sin mirar atrás.

Lucas sintió que el mundo se detenía por un instante. Julián era un incendio y él, un niño que nunca había aprendido a jugar con fuego sin quemarse. Pero aquella noche, el viento acariciaba su piel. El olor de la gasolina se mezclaba con el perfume de Julián. Todo parecía posible.

—Te lo prometo —dijo, y sintió que, por primera vez en su vida, algo tenía sentido.

Los días pasaron como una película antigua proyectada a destiempo. Se escapaban en moto a las carreteras desiertas. Se besaban en la playa a escondidas. Robaban cervezas de la gasolinera. Se perdían en la oscuridad del cine abandonado. Se susurraban secretos entre risas ahogadas, se prometían universos enteros con la certeza de que el tiempo nunca los alcanzaría.

Una tarde, bajo la sombra de un faro en ruinas, Julián encendió un cigarro. Luego, se apoyó en la barandilla de hierro oxidado.

—Siempre he querido ver el océano desde el otro lado —dijo de repente—. Imagino que desde ahí todo debe verse diferente.

Lucas se quedó mirándolo, notando la forma en que la luz dorada resaltaba las facciones de Julián. Sabía que, por muy cerca que estuviera, siempre habría una parte de él que permanecería fuera de su alcance.

—Podemos ir juntos —susurró Lucas, con la voz temblorosa. Julián lo miró con una sonrisa que era mitad ternura, mitad tristeza.

—Tal vez —respondió, y Lucas sintió que el verano se volvía un poco más frágil.

Pero la realidad siempre encuentra la forma de filtrarse en los sueños.

Una noche, en una fiesta en la playa, alguien mencionó el nombre de Julián. Lo hicieron con el tono de quien guarda un secreto sucio.

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—Dicen que la última vez que se fue de un sitio, lo hizo dejando deudas y promesas vacías —susurró alguien.

Lucas sintió que el estómago se le encogía. Sabía que Julián era un misterio envuelto en cuero y humo de cigarro. Sin embargo, hasta entonces nunca había dudado de que lo suyo era real. Y, sin embargo, la duda comenzó a hacer nido en su pecho.

La última noche del verano llegó con una luna roja colgada del cielo. Lucas esperó en el mismo lugar donde habían hecho su promesa. Era el viejo muelle. La maleta estaba a sus pies y el corazón le latía en la garganta.

Esperó.

Y esperó.

Pero Julián nunca apareció.

Cuando el sol comenzó a despuntar en el horizonte, Lucas entendió algo importante. Su historia no era una película con un final feliz. Era solo un verano más que se desvanecía en la memoria, como un sueño que se escapa al despertar.

Encendió un cigarro, igual que solía hacerlo Julián, y dejó que el humo se llevara los restos de aquella promesa. Luego, el sonido de las olas fue su única despedida. Se subió al autobús que lo llevaría lejos de aquel lugar.

No miró atrás.

Años después, en una gasolinera perdida en mitad de la carretera, Lucas vio una silueta familiar. Estaba apoyada en una vieja moto. Su corazón se detuvo por un segundo. Era Julián. Llevaba la misma chaqueta de cuero y el mismo cigarro colgando de sus labios. Sin embargo, sus ojos estaban un poco más cansados.

—Te busqué —dijo Julián en voz baja, cuando sus miradas se cruzaron.

Lucas soltó una risa amarga. Todo el amor, el dolor, la nostalgia de aquel verano golpearon su pecho al mismo tiempo.

—No lo suficiente —respondió. Luego se alejó de nuevo. Dejó atrás los fantasmas de un verano que nunca se convirtió en lo que prometía ser.

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