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Infantil

En el rincón más verde del estado de Oaxaca, entre cerros cubiertos de niebla y árboles tan viejos como el tiempo, estaba el pueblo de San Nicolás. Allí, todo giraba en torno al río Atoyac. Los abuelos contaban que el río era un regalo de los dioses antiguos, que sus aguas podían curar el alma y que, en las noches claras, se escuchaban susurros en su corriente, como si las estrellas hablaran a través de él.

Los niños decían que el río tenía magia. Algunos aseguraban que, si metías la cabeza bajo el agua por un minuto entero, podías entender lo que decían los peces. Otros, como Marisol, no necesitaban meter la cabeza para hablar con ellos. Ella ya tenía un amigo muy especial: Lucho, el ajolote.

Marisol tenía diez años, un corazón enorme y una mochila siempre llena de lápices, libretas, semillas, hojas secas y piedritas que recogía en sus caminatas por el río. Su casa quedaba cerca de un recodo donde el agua formaba una pequeña laguna natural. Ahí iba a diario después de la escuela a encontrarse con Lucho, su amigo de branquias brillantes y sonrisa permanente.

—¿Sabes qué soñé anoche, Lucho? —le decía—. Que tú eras un príncipe del agua y tenías un reino debajo de las piedras. Yo era tu embajadora y nadaba con una corona de flores.

Lucho siempre salía de entre las algas al tercer aplauso. Daba vueltas, burbujeaba y se recostaba sobre una roca plana mientras escuchaba.

Pero un día, al llegar, Marisol notó que el río no sonaba igual. No era el murmullo limpio de siempre. Era un sonido denso, como si algo pesado estuviera estancado. El agua ya no era transparente. Tenía un tinte verde y olía raro, como si hubieran destapado una lata de pintura vieja.

Aplaudió una vez. Dos. Tres.

Nada.

—¿Lucho?

Aplaudió de nuevo. Esperó. Se agachó. Metió la mano. El agua estaba caliente.

—¿Lucho, dónde estás?

Volvió al día siguiente. El agua era ahora azul turbio, y el olor era aún peor. Como a gasolina. Su abuela Tomasa la esperaba con un té de hierbabuena en la puerta de la casa.

—Abuela, Lucho no apareció… y el río huele feo.

—Lo sé, hija. Hoy doña Meli me dijo que los perros se enfermaron después de tomar de ahí. Y ayer vi a don Chema tirar toda su pesca muerta. El agua está enferma, como cuando uno tiene fiebre.

—¿Y por qué nadie hace nada?

La abuela suspiró.

—Porque los que mandan tienen miedo de perder dinero. Y a veces, el dinero les importa más que la vida.

Marisol apretó los labios. Subió a su cuarto, sacó su libreta y empezó a escribir. Hizo dibujos: peces tristes, fábricas con tubos, Lucho envuelto en humo.

A la mañana siguiente, fue con Toño, su mejor amigo desde primero de primaria. Jugaban canicas juntos y habían construido una casa en el árbol detrás de la escuela.

—Tenemos que buscar a Lucho —le dijo—. Y al mismo tiempo, descubrir qué está enfermando al río.

—¿Y cómo le hacemos?

—Vamos río arriba. Caminamos hasta donde empieza a cambiar el color del agua. Seguro ahí están tirando cosas feas.

A la expedición se sumaron Lupita, Nacho, Citlali, Uriel y Santiago. Todos tenían mochilas, botellas de agua, linternas, mapas y libretas.

Caminaron por horas bajo el sol de abril. Vieron mariposas atrapadas en la espuma, piedras cubiertas de moho gris y garzas que ya no pescaban. Más arriba, llegaron al primer tubo: un cilindro gigante que escupía un líquido morado al río.

—¡Guácala! —dijo Nacho, tapándose la nariz.

—¿Qué es eso? —preguntó Citlali.

—Veneno —respondió Marisol—. Es veneno disfrazado de agua.

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Caminaron más. Encontraron otro tubo, esta vez con líquido amarillo y burbujas. Luego otro, y otro. Cada uno venía de una fábrica. Algunas grandes, de techos plateados y vigilancia; otras más pequeñas, como bodegas abandonadas. Tomaron notas. Hicieron dibujos. Grabaron videos.

Cuando regresaron a San Nicolás, fueron directo con la maestra Elena.

—Hicimos un reporte —dijo Marisol, entregando la libreta—. Necesitamos ayuda.

La maestra leyó en silencio. Frunció el ceño. Acarició la cabeza de Marisol.

—Han hecho algo muy importante. Esto que han visto, mucha gente prefiere ignorarlo. Pero ustedes lo enfrentaron.

Organizaron una reunión en la escuela. Los padres de familia, los abuelos, hasta el presidente municipal asistieron. Marisol presentó su libreta como si fuera una científica. Los demás niños hablaron. Mostraron fotos. Lupita lloró al contar cómo su perro enfermó por beber agua del río.

El presidente municipal se acomodó el sombrero, incómodo.

—Esto está muy mal —dijo—. Pero tenemos que ser cuidadosos. Las fábricas dan trabajo…

—¿Y qué va a comer el pueblo cuando el río ya no sirva para nada? —interrumpió Citlali—. ¿Dinero envenenado?

Los adultos quedaron en silencio. Luego alguien aplaudió. Luego todos. Hasta el cura del pueblo.

Marisol tomó la palabra de nuevo.

—Si ellos no hacen nada, nosotros sí. Vamos a limpiar. Vamos a vigilar. Vamos a enseñar.

Y así fue.

Organizaron brigadas escolares. Hicieron pancartas con frases como “El agua no es basura”, “Lucho quiere volver a casa”, “Si el río muere, el pueblo muere”. Los carteles estaban por todas partes. Los niños hablaron en la radio local. Los jóvenes hicieron videos en internet. La historia llegó a la televisión estatal. Luego, nacional.

Las fábricas empezaron a recibir visitas de inspectores ambientales. Varias fueron multadas. Algunas cerraron. Otras se comprometieron a construir plantas de tratamiento.

Pero lo más hermoso fue que el pueblo entero cambió.

Don Chema volvió a pescar y enseñó a los niños a lanzar la red sin lastimar a los peces. La señora Juana abrió un vivero de plantas acuáticas. La secundaria instaló un laboratorio para analizar el agua. Incluso construyeron un pequeño santuario para Lucho, con una estatua de barro de un ajolote sonriente y una placa que decía:

«El río no tiene voz, pero tiene amigos.»

Y un día, un mes después de empezar la lucha, Marisol volvió al recodo. Aplaudió una vez. Dos. Tres.

El agua estaba clara.

Y entre las piedras, dos ojos negros emergieron. Lucho.

Pero esta vez no estaba solo. Lo acompañaban tres ajolotitos pequeños, nadando juguetones a su alrededor.

—¡Tu familia! —gritó Marisol, sonriendo con el corazón lleno.

Se sentó en la piedra, con los pies en el agua, y por primera vez en mucho tiempo, el río cantó.

Enseñanza:
Cuando cuidamos la naturaleza, ella nos cuida a nosotros. Ningún esfuerzo es pequeño si nace del amor. Aunque no tengamos poder, sí tenemos voz, y cuando esa voz se une con otras, puede mover hasta las montañas… o limpiar un río entero.

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