
LENTEJA DE MIEDO
En la costa olvidada de un pueblo al sur de Jalisco, el faro permanece como una cicatriz negra contra el cielo. Los locales lo llaman “El Faro del Diablo”, y aunque nadie lo visita desde hace más de 40 años, la leyenda se niega a morir.
“Si lo ves encendido en verano, corre. No mires atrás.”
Pero en la era de los likes, el miedo es solo contenido.
Viernes 13 de junio – 8:43 p.m.
—¿Este es el lugar? —preguntó Luna, bajando de la camioneta con el tripié en la mano.
—Sí. Según la leyenda, se enciende una vez al año. Justo hoy —respondió Valentina, mirando el faro recortado contra el atardecer. La piedra estaba cubierta de salitre y líquenes. Las ventanas rotas parecían cuencas vacías.
—¿Y qué se supone que pasa cuando se enciende?
—La historia dice que el último farero hizo un pacto con el mar. A cambio de vida eterna, debía traerle un alma cada viernes 13 de verano.
—¿Y por qué nadie ha venido a grabar eso antes?
—Porque todos los que lo intentaron… nunca regresaron.
Valentina soltó una sonrisa. Luna no.
—Si esto es otra de tus bromas para ganar seguidores…
—Relájate. Solo una noche, ¿sí? Grabamos. Dormimos. Y nos vamos.
Luna miró hacia el mar. Las olas eran más altas de lo normal, incluso sin viento. El calor del día comenzaba a ceder, reemplazado por un aire espeso que olía a sal, hierro y algo más… como carne mojada.
11:59 p.m.
El faro crujió cuando empujaron la puerta oxidada. Subieron las escaleras en espiral hasta la sala de la linterna. Arriba, el domo de cristal estaba cubierto de polvo, pero intacto.
Valentina colocó la cámara. Luna se frotó los brazos; sentía frío, a pesar del bochorno.
—¿Qué pasa si en verdad se enciende? —preguntó Luna.
—Entonces será el video más viral de mi canal.
El reloj marcó 12:00 a.m.
Nada.
Valentina se encogió de hombros. Pero entonces…
ZzzzZZZMM.
Un zumbido eléctrico.
La linterna del faro giró por sí sola, emitiendo una luz roja intensa que bañó las paredes. Un sonido subterráneo comenzó a subir, un latido húmedo, como el de un corazón ahogado.
—No tocaste nada, ¿verdad? —preguntó Luna.
—No…
La temperatura bajó bruscamente. El cristal vibró como si algo golpeara desde fuera. Una sombra pasó fugazmente por detrás de Valentina.
—¿Qué fue eso? ¡Valentina, nos vamos!
Pero Valentina no se movía. Su rostro había perdido color.
De pronto, la bocina portátil comenzó a emitir un gruñido espeso y húmedo, seguido por una voz antigua, rota por el agua:
—Una debe irse. La otra se quedará.
Valentina comenzó a temblar. Su nariz sangraba. Luego, de su boca salió un chorro de agua salada, junto con fragmentos de conchas. Gritó, pero su garganta expulsó algo que se arrastraba: pequeños cangrejos que caían al suelo, retorciéndose.
—¡Val! ¡VALENTINA!
Su cuerpo se arqueó, como si algo desde dentro intentara romper sus costillas. Su piel empezó a agrietarse, surcada por líneas oscuras que parecían venas negras.
CRACK.
Su cuello se dobló hacia atrás en un ángulo imposible.
Y entonces… fue levantada por el aire, por unas manos invisibles que la arrastraron hacia la escalera espiral. Sus uñas arañaron el suelo de metal, dejando marcas profundas antes de desaparecer con un chasquido final.
Luna gritó hasta que su voz se quebró.
3:16 a.m.
Corrió por la escalera, bajando de tres en tres escalones, resbalando por la humedad del suelo. La sal lo cubría todo. El aire era pesado, y la sensación de ser observada no la abandonaba.
Al llegar afuera, el viento había cesado. La playa estaba en silencio absoluto. Ni grillos. Ni olas. Nada.
El faro seguía encendido. Y su luz giraba más rápido.
—Esto no está pasando… —murmuró, con la cámara aún grabando colgando de su cuello.
Pisó algo blando. Miró al suelo: era una lengua humana. Más adelante, dedos, un zapato con un pie aún dentro.
Luego escuchó un canto bajo, como un lamento marino.
Giró hacia el mar.
Las olas retrocedían… dejando al descubierto una figura.
Luego otra.
Y otra.
Decenas de cuerpos salían del agua. Algunos sin ojos. Otros con bocas abiertas de donde colgaban algas y dientes partidos. Sus ropas, de distintas épocas: turistas de los 60, mochileros de los 80, surfistas recientes.
Y al centro… Valentina.
O lo que quedaba de ella.
Su piel era grisácea, su pelo chorreaba lodo. En su rostro, una sonrisa sin alma.
—¿Por qué corres, Luna? —dijo con una voz distorsionada—. Tú también viniste a ver el faro… ¿no?
Luna retrocedió. No podía respirar. De pronto, el mar se abrió, dejando un pozo oscuro.
Del pozo emergió algo más grande.
Una criatura sin rostro, con una piel viscosa como alga podrida, se arrastró fuera del agua. Tenía brazos como tentáculos secos, y de su espalda sobresalían huesos torcidos. Al rugir, su sonido hizo sangrar los oídos de Luna.
—TÚ LO ENCENDISTE. TÚ TRAJISTE LA SANGRE.
Las figuras rodearon a Luna. Una la sujetó del brazo, otra del cuello.
Gritó. Mordiéndolos. Golpeándolos. Nada los detenía.
La cámara cayó. La lente giró justo a tiempo para grabar su rostro desfigurado de terror, antes de ser arrastrada hacia el mar.
Su cuerpo se retorció. Y luego desapareció bajo las olas negras.
Epílogo
Dos días después, un niño encontró la cámara en la orilla, aún grabando. El video fue subido sin editar.
Duraba exactamente 13 minutos. Y en el último cuadro, antes de cortarse, el faro aparecía apagado.
La cuenta que subió el video fue cerrada por contenido perturbador. Pero no antes de que fuera descargado por miles de usuarios. Algunos aseguran que, si se escucha con audífonos, se oye una voz diciendo:
“Uno más. Faltan doce.”
Hoy, el faro permanece clausurado, pero cada viernes 13 de verano, el mar ruge más fuerte. Y algunos pescadores juran ver la linterna encenderse por trece segundos, justo a medianoche.
Dicen que ahora, Valentina graba para siempre.
Y Luna… guía a los próximos.


