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Relatos del Barrio El Tule — Parte IV

Decían que el gran Tule del parque central tenía más de ciento cincuenta años. Su tronco era tan ancho que seis personas apenas lograban rodearlo. Las raíces sobresalían del suelo como venas antiguas. Algunos vecinos aseguraban que ese árbol no daba sombra: la absorbía.

El parque estaba siempre silencioso, incluso en días festivos. No había columpios. No había bancas. Solo tierra, maleza y ese árbol inmenso al centro, con su copa oscura que parecía cubrir más de lo que su tamaño explicaba. Nadie se atrevía a podarlo. Nadie se sentaba cerca. Incluso los pájaros evitaban posarse en sus ramas.

Una semana antes del eclipse lunar, comenzaron los sueños.

Marisol soñaba con raíces que salían de su pecho, atándose al invernadero. Édgar veía cómo las llamas de las plantas de Don Aniceto ardían en silencio mientras sus propias manos se cubrían de flores negras. Zoe se despertaba gritando, sintiendo una flor abriéndose en su garganta. Ninguno sabía del otro, pero todos soñaban con el Tule.

La noche del eclipse llegó con un cielo sin viento. Ni un perro ladraba. Las farolas no se encendieron. El barrio entero parecía contener la respiración. A las 11:11, la luna comenzó a teñirse de rojo.

Y entonces, el Tule se abrió.

Un crujido sordo recorrió el barrio, como un hueso rompiéndose en la oscuridad. Del tronco brotó una línea negra. Una grieta húmeda. Y de ella, algo empezó a salir.

No era savia.

Era sangre.

Lenta, espesa, negra con destellos violáceos. Goteaba sobre las raíces, empapando la tierra. El aire se volvió irrespirable. Los insectos murieron en el acto. Las plantas del parque comenzaron a marchitarse, una tras otra.

Desde distintas esquinas del barrio, Marisol, Édgar y Zoe salieron de sus casas, como atraídos por un imán vegetal. No se miraron. No hablaron. Solo caminaron hasta el parque. Solo observaron. Los tres habían traído algo consigo.

Marisol sostenía una de las flores negras en una caja de cristal.

Édgar llevaba un frasco de ceniza encendida, extraída del jardín de Don Aniceto.

Zoe tenía el cuaderno de Rosario, con los nombres escritos a mano.

Cuando se acercaron al árbol, los susurros comenzaron.

Lucía. Fermín. Rosario. León. Estela. Lázaro. Valentina. Marisol. Édgar. Zoe.

Los nombres no eran llamados. Eran invitaciones.

Las raíces del Tule se movieron. Se alzaron. Se abrieron como dedos.

—Faltaba una —murmuró Marisol, sin saber si lo decía ella o si alguien lo decía a través de ella—. Una flor más.

—Somos la última —dijo Zoe, apretando el cuaderno contra el pecho—. Siempre fuimos parte del jardín.

—El barrio nos sembró —susurró Édgar, con voz rota.

Del tronco agrietado del Tule emergió algo.

No un cuerpo. No una figura. Una raíz hueca. Como una boca abierta. Como una cuna. Como una tumba.

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Los tres se miraron por primera vez.

Marisol dio un paso al frente.

Pero antes de tocar la raíz, algo tembló bajo la tierra. El Tule gritó. No fue un sonido. Fue una vibración que les atravesó los huesos. La grieta se cerró de golpe. La sangre desapareció. Las raíces se recogieron como látigos. Las luces del parque se encendieron.

Y el silencio volvió.

Marisol cayó de rodillas.

El frasco de Édgar se rompió.

El cuaderno de Zoe se cerró por sí solo.

La luna se volvió blanca.

Días después, los tres se sentaron por fin a hablar. Lo hicieron en el invernadero, bajo la mirada inmóvil de las flores.

—¿Qué fue eso? —preguntó Zoe, con voz quebrada.

—Algo que quiso despertar —dijo Édgar—. Y que nos usó para crecer.

—¿Creció? —preguntó Marisol.

Édgar asintió.

—No todo lo que crece florece. A veces solo espera. A veces se entierra más hondo.

Zoe sacó el cuaderno. Había una nueva página escrita, que ninguno recordaba haber visto antes. En ella, con la misma letra antigua, se leía:

“Ya no quedan flores por abrir. Ahora, solo quedan semillas.”

A las afueras del Barrio El Tule, en la Colonia El Fresno, un niño cavaba con una pala oxidada en el jardín de su abuela. Su perro había desenterrado una caja de madera. Al abrirla, el niño encontró algo pequeño, envuelto en trapo húmedo.

Una semilla negra.

Palpitaba.

Y entonces, desde la tierra húmeda, algo lo llamó por su nombre.

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