Anuncios

INFANTIL

Elena tenía ocho años y vivía con su mamá, la tía Fabiola y su abuela Rosario en una casita color durazno, en la colonia Reforma Agraria, a las afueras de San Luis Potosí. La casa era pequeña, de ladrillo desnudo por dentro, con un solo baño que a veces se descomponía y un patio donde crecían nopales, un limoncito flaco y una bugambilia que florecía aunque nadie la regara.

Cada mañana, Elena se despertaba con el sonido de la licuadora y el olor a café de olla. Su mamá, Alma, siempre madrugaba para preparar almuerzos. Trabajaba como cocinera en una fonda del centro y salía antes de que el sol se asomara bien por las ventanas.

—Despiértate, mi amor —decía en voz bajita mientras le daba un beso en la frente—. El sol ya se puso su suéter.

A Elena le gustaban esas frases raras que su mamá inventaba. Eran como códigos secretos entre ellas.

Pero había algo que Elena no entendía del todo: su papá. O más bien, su ausencia.

No lo recordaba mucho. Apenas tenía una imagen borrosa en su mente: un hombre de ojos tristes que la cargaba entre risas y olía a cigarro con perfume. Mamá le decía que se llamaba Ernesto, y que se había ido “a buscar suerte al norte” cuando ella tenía tres años. Nunca más volvió, ni llamó, ni escribió. Nadie sabía si estaba en Texas, en Tijuana, o simplemente se había desvanecido entre las rendijas del olvido.

Un día, en la escuela, la maestra Lupita les dejó una tarea:

—Para el lunes, quiero que cada uno escriba una carta para su papá. No importa si está lejos o cerca. Díganle lo que quieran contarle.

Elena sintió cómo se le hacía un nudo en la garganta. Guardó su cuaderno sin decir nada.

Esa tarde, mientras hacía la tarea en la mesa del comedor, rodeada de los regaños de su tía Fabiola a su primo Gael, los gritos del radio y el murmullo de la olla de frijoles, Elena se quedó mirando su hoja en blanco.

—¿Qué escribes, mi niña? —preguntó la abuela Rosario, que había salido del cuarto a tomarse sus pastillas.

—Una carta para mi papá —respondió Elena, sin levantar la vista.

Rosario se acercó despacio, apoyándose en su bastón.

—¿Y qué le vas a decir?

—No sé. Ni siquiera sé si me sigue queriendo.

La abuela se sentó con dificultad junto a ella y le acarició el cabello.

—A veces los adultos se rompen por dentro, mi reina. Y cuando eso pasa, no saben cómo estar para los demás. Tu papá no supo cómo quedarse. Pero eso no quiere decir que tú no valgas todo el amor del mundo.

Elena apretó los labios. No lloró, pero sintió un temblorcito en la nariz.

—¿Y por qué a los demás sí les toca un papá que se queda?

—A todos nos toca algo, hija. A ti te tocó una mamá que trabaja como leona, una tía que aunque gruñona te compra dulces a escondidas y una abuela que te cuenta cuentos cada noche. A veces la familia no es como en los libros. Es como el pozole: se hace con lo que hay, pero si se hace con amor, sabe igual de bueno.

Anuncios

Esa noche, Elena escribió su carta. No era para su papá. Era para ella.

«Querida Elena:
No es tu culpa.
Tú mereces amor, juegos, cuentos y que te abracen por las noches.
A veces, los papás no saben quedarse, pero eso no significa que tú no seas increíble.
Te lo juro, todo va a estar bien.»

Guardó la carta en su libreta y decidió leerla en clase como si fuera para su papá.

El lunes, mientras otros leían cartas llenas de “te extraño” y “gracias por jugar conmigo”, Elena se puso de pie y leyó la suya con voz firme. Al terminar, la clase se quedó en silencio.

La maestra Lupita se acercó y le dijo:

—Gracias, Elena. A veces, las cartas más valientes no se escriben para los que se fueron, sino para quienes se quedan con nosotros todos los días.

Esa tarde, al volver a casa, su mamá la esperaba con unos tacos dorados recién hechos.

—¿Cómo te fue con la carta?

—Bien —respondió Elena mientras se sentaba a la mesa—. Le escribí a alguien que nunca me va a dejar sola.

—¿A mí?

—A mí misma.

Alma la miró en silencio. Luego se agachó y la abrazó tan fuerte que a Elena se le aplastó el corazón un poquito, pero de forma bonita, como cuando un globo se acomoda en el cielo.

Esa noche, antes de dormir, Elena no pensó en su papá. Pensó en el limoncito del patio, que a pesar de ser chiquito, daba fruto.

Y pensó que ella también podía crecer, aunque le faltaran algunas ramas.

Aprendizaje:
No todas las familias son completas, pero el amor puede encontrarse en quienes sí están y se quedan.

+CUENTOS CORTOS
+BLOGLENTEJA


Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Descubre más desde BlogLenteja

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo