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INFANTIL

En la esquina de Avenida Reforma y la calle Independencia, justo donde el semáforo duraba más tiempo en rojo, se encontraba el puesto de Don Pedro. Un carrito de metal azul celeste, con toldo parchado de hule y ruedas viejas que ya pedían descanso. Desde ahí, Don Pedro vendía tortas de jamón, chicharrón prensado, huevo con frijoles y, para los días especiales, su famosa torta de milanesa con aguacate —“la campeona”, como él la llamaba.

Todos en el barrio lo conocían. No sólo por sus tortas calientes, envueltas con esmero en papel estraza, sino porque Don Pedro era el tipo de hombre que saludaba con respeto, daba fiado a quien lo necesitaba y nunca regateaba una sonrisa.

A las 6:00 de la mañana ya estaba montando su carrito. Lo empujaba desde su casa en la colonia vecina, mientras el cielo aún era oscuro y la ciudad apenas comenzaba a despertar. Colocaba su tabla de picar, sacaba las cebollas curtidas, acomodaba las servilletas y encendía la pequeña estufa de gas donde calentaba las tortas.

—¡Buenos días, campeón! —saludaba a Leo, un niño de 10 años que pasaba por ahí rumbo a la escuela con su mochila parchada.

—¡Buenos días, Don Pedro! ¿Hoy hay de milanesa?

—Nomás dime cuántas te preparo pa’ cuando salgas.

Leo, como otros niños y niñas del barrio, lo quería mucho. A veces les regalaba media torta, otras veces un vaso de agua de jamaica con hielos —de esos que tronaban sabroso bajo el sol del mediodía—. Y siempre tenía un consejo, un dicho sabio, una anécdota de “cuando todo esto era puro baldío”.

Pero no todos veían con buenos ojos el carrito de Don Pedro.

Una mañana de julio, un hombre bajito, con camisa de manga larga, lentes oscuros y una carpeta bajo el brazo, se le acercó con una sonrisa que no llegaba a los ojos.

—Buen día. ¿Usted es el señor Pedro Hernández?

—Para servirle —respondió Don Pedro, limpiándose las manos en su delantal.

—Vengo del ayuntamiento. Departamento de Desarrollo Urbano. Este espacio está… digamos… en revisión.

—¿Revisión?

—Sí. Resulta que hay una propuesta para reubicar a todos los comerciantes ambulantes de esta zona. Va a ponerse un módulo nuevo, más moderno, con marcas reconocidas.

—¿Y mi carrito?

—Tendrá que retirarse. Ya no podrá operar aquí.

Don Pedro bajó la mirada. No dijo nada. El funcionario le entregó una hoja con palabras confusas y le dio una fecha: tenía tres semanas para irse.

Ese día, no vendió. Guardó su tabla sin cortar el pan. Ni siquiera calentó el chicharrón.

Leo lo notó de inmediato. Y no fue el único.

—¿Qué pasó, Don Pedro? —le preguntó Lupita, otra niña que iba a la primaria con Leo.

—Nada, hija. Cosas de gobierno —respondió, sin levantar la vista.

Pero los niños no se quedaron tranquilos.

Esa misma tarde, después de la tarea, se reunieron en la cancha del barrio. Fueron llegando de a poco: Leo, Lupita, Mateo, Abril, Josué, Mariana. Cada quien con lo que pudo: hojas recicladas, crayones, un megáfono de juguete que aún funcionaba y, sobre todo, una indignación auténtica.

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—¡No podemos dejar que le quiten su carrito! —dijo Abril, con los ojos llenos de coraje—. Él nos da comida cuando no tenemos. ¡Y nunca le hace daño a nadie!

—Hay que hacer algo —dijo Leo—. Como una protesta… ¡o una campaña!

—¿Y si hacemos carteles? Con dibujos, frases… ¡y los pegamos por todo el barrio!

—¡Y un video! Yo tengo celular —dijo Josué—. Podemos grabar a la gente diciendo por qué Don Pedro debe quedarse.

Así lo hicieron. En menos de una semana, el barrio se llenó de carteles hechos por niños: “Don Pedro alimenta al barrio”, “Su carrito no estorba, ayuda”, “¡No a la corrupción, sí a las tortas!”

Grabaron videos, escribieron cartas, incluso una señora les ayudó a subir el material a redes sociales. La historia se hizo viral. Gente de otras colonias empezó a comentar: “¿Quién se mete con Don Pedro?”, “Así se ve la injusticia”, “Dejen trabajar a quien trabaja con honestidad”.

Cuando el funcionario volvió a los cinco días, con cara de fastidio y más papeles, se encontró una escena inesperada.

Frente al carrito de Don Pedro había más de 80 personas. Vecinos, niños, mamás con carriolas, estudiantes, repartidores en bicicleta y hasta una reportera local.

—¿Qué es esto? —preguntó el funcionario, ajustándose el cuello.

—Esto es la colonia defendiendo lo que es suyo —dijo una vecina—. Usted quiere quitarnos a Don Pedro para meter otra tienda de franquicia. Pero aquí no queremos eso. Queremos a él.

Don Pedro no dijo nada. Estaba visiblemente conmovido. Nunca pensó que esos pequeños a quienes daba fiado, que los saludos, los buenos días, los vasos de agua, se convirtieran en escudos contra la injusticia.

El funcionario balbuceó algo sobre “revisar el caso” y se retiró sin lograr nada.

Días después, el ayuntamiento anunció que reconsideraría el proyecto. Que se haría una consulta vecinal. Que ningún comerciante sería removido sin consenso.

Don Pedro volvió a vender como siempre. Pero ahora su carrito tenía nuevos letreros hechos por niños: “El corazón del barrio”, “Don Pedro es de todos”, “Aquí no se vende espacio a cambio de silencio”.

Y los clientes aumentaron. No por lástima, sino por respeto.

Leo, con su torta de milanesa en la mano, le dijo un día:

—¿Ve, Don Pedro? La calle es dura, pero no más que la voz de muchos cuando se juntan.

Don Pedro le revolvió el cabello.

—Gracias, campeón. A veces los adultos se olvidan… y los niños les recuerdan lo que es justo.

Aprendizaje:
La corrupción se combate con unión, solidaridad y conciencia desde pequeños.

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