
Martín siempre había creído que pintar era una forma de callar al mundo. En su estudio —una sola habitación larga y húmeda sobre una panadería— todo obedecía a un ritmo mudo: los frascos de aguarrás alineados por tamaño, las cerdas de los pinceles peinadas con jabón hasta quedar rígidas, los tubos de óleo apretados desde el extremo como si fueran pastas dentales de hospital. Las cortinas, negras y pesadas, dejaban entrar la luz justa para que el color no se traicionara. El resto era sombra y olor a aceite de linaza. A veces, cuando la panadería abría a las cinco, subía un vapor tibio con olor a levadura que se mezclaba con el metal frío del aguarrás. Él decía que esa mezcla era su perfume: pan recién hecho y cosas que arden.
No sabía pintar cuerpos completos ni paisajes. Los cuerpos le parecían trampas torpes, y los árboles se le volvían manchas. Pero los rostros… los rostros sabían hablar. Desde niño había llenado cuadernos con ojos: párpados cansados, glándulas lagrimales enrojecidas, pestañas rotas. Decía que cada arruga tenía la forma exacta de una frase no dicha. Decía que la boca de una persona, vista en silencio, confesaba más que cualquier confesión. Y por eso, en su estudio, colgaban decenas de caras ajenas que lo miraban desde todas las paredes. No eran clientes ni amigos: eran gente que aparecía en sus sueños y luego, de alguna forma, se quedaban a vivir en su pintura.
La noche del primer cambio soñó con una mujer de cabello negro y ojos hundidos que respiraba con un silbido leve, como si cada inhalación cruzara una rendija. No hablaba. Solo estaba al pie de su cama, inclinándose un poco más en cada parpadeo. Cuando Martín despertó, la garganta le sabía a polvo. Sin desayunar, fue directo al caballete. El pincel parecía saber el camino. Los mechones oscuros del pelo se asentaron sobre el lienzo con esa densidad aceitosa que sólo tienen los sueños. La piel, cetrina, estirada. Los ojos, dos lagunas quietas. Tres horas bastaron. Dejó el cuadro apoyado en la pared. Juró no colgarlo.
A media tarde bajó por un café. Al subir, con el vaso de cartón en la mano, el retrato estaba sobre la mesa, al centro, enfrentado hacia su silla, como si lo esperara para conversar. Nadie tenía llave. Nadie había subido; él lo sabía por el escalón despostillado del descanso: cruje cuando alguien lo pisa. Miró el retrato mucho tiempo. Lo devolvió a la pared. Se obligó a reír. —Estoy cansado, eso es todo. Lo moví y ya.
El segundo cambio fue más pequeño y más imposible. Un hombre viejo con barba blanca, retratado semanas atrás, tenía ahora la boca entreabierta. Martín recordaba con precisión el gesto neutro que había pintado; ahora los dientes amarillentos asomaban un poco, como si el anciano respirara por la boca. Tomó una foto con el celular. La comparó con la que había hecho el día que terminó la obra. No había error: la boca antes estaba cerrada. El pulso le golpeó en los dedos; borró las fotos con rabia. —Basta.
Los días siguientes fueron una radiografía en cámara lenta del horror. Una niña que antes tenía el cabello recogido amaneció con el pelo suelto y húmedo. Un hombre con traje barato empezó a adelgazar cuadro tras cuadro; la piel se pegó al pómulo con una velocidad que a ningún vivo le es concedida. La mujer de su sueño —la del silbido— tenía ahora una gasa alrededor del cuello que él no había pintado. Era un rectángulo de tela translúcida, manchado apenas de un amarillo enfermo.
Había algo más: cada mañana, los retratos aparecían en lugares distintos. Unos se colgaban solos donde no existían clavos la noche anterior; otros se apoyaban en el suelo como si descansaran. Uno amaneció dentro de la bañera. Martín dejó de abrir la regadera por temor a mojarlo y que, al secarse, cambiara en otra cosa.
Decidió documentarlo. Fotografió cada cuadro con luz pareja, inventó etiquetas con fechas, escribió descripciones minuciosas. La evidencia no le dio paz. Si acaso, le quitó la excusa de la memoria: no era su cabeza; los rostros cambiaban. Y no solo cambiaban: se enfermaban.
Para escapar de la sensación de estar siendo observado por ojos que había pintado, salió a la calle con el primer sol. En la banca más cercana, un periódico abandonado lo esperó como un truco barato del destino. “Mujer encontrada sin vida en departamento del centro”, decía el titular. La foto era en blanco y negro, pero bastaba: el cabello negro, los ojos hundidos, la gasa en el cuello. La del sueño. El artículo decía que vivía sola, que nadie supo de ella durante días. El pecho de Martín ardió con una mezcla rarísima de culpa y náusea. Regresó corriendo. El retrato tenía los ojos vidriosos; el brillo de la iris había muerto con ella. En el lienzo, la gasa del cuello estaba más apretada.
No quiso saber más. No quiso buscar al hombre del traje ni a la niña del cabello mojado. Pero en el fondo —ese lugar que siempre tiene hambre— algo le pedía verificar. Pasó noches frente a la computadora, comparando rasgos con fotografías de desaparecidos. Los halló. No a todos. A varios. El anciano sonreía ahora en su cuadro con una mueca cruel y en las noticias aparecía como un prófugo de sí mismo: salió por cigarros, no volvió. La niña estaba en una lista con nombres fríos y fechas. El hombre de traje, en una nota pequeña, sin foto, con la palabra “hallado”.
Empezaron las visitas nocturnas.
Al principio fue sonido: un roce de dedo sobre tela, una vibración minúscula de los marcos, como un respiro que empuja el bastidor desde adentro. Luego vino el olor: algo agrio, metálico, una humedad de sótano adherida al óleo. La primera vez que escuchó pasos en el estudio —pasos de alguien que recorre de cuadro en cuadro—, Martín se colocó contra la pared, con el martillo más pesado que encontró. —¿Quién es? —dijo sin voz. Entonces, el cuadro del anciano hundió su superficie apenas un milímetro, una ondulación imposible, como si una cabeza quisiera asomarse. Martín lanzó el martillo. El golpe solo quebró el caballete. La tela no se rasgó. El viejo en el cuadro sonreía.
Una madrugada manchada de tabaco, intentó quemarlos. Tapó el suelo con periódicos, juntó cinco retratos en una fogata torpe y les prendió con un encendedor. Las llamas subieron con una belleza desesperada: el aceite ardió con lengua azul. Martín tosió. Abrió la ventana. Cuando el humo se disipó, los cuadros estaban enteros, húmedos de hollín, colgados en la pared contraria —que no tenía clavos. Sus dedos tenían ampollas. El estudio olía a incendio y su garganta sabía a ceniza. El anciano, ahora, tenía los labios negros.
Decidió hacer lo contrario: pintar para anular. Si el acto de pintar abría una puerta, tal vez otro acto la cerraría. Empezó con Clara, la panadera de la esquina, que cada mañana le regalaba el bolillo del día anterior. —Quédese quieta, solo diez minutos. La impresionó su propio cuidado: le pintó un brillo decente en el ojo, la encía graciosa que asomaba al sonreír. Colgó el cuadro al lado de la ventana como un amuleto. A la noche el retrato de Clara lloraba. No eran lágrimas perfectas de pintura; eran manchas gozosas que corrían por la mejilla. A Clara la asaltaron al día siguiente. Le rajaron el labio. Le robaron la caja. Pasó tres días sin abrir la panadería.
Pintó a un hombre que paseaba un perro con un jerséi absurdo. El perro salió con una nobleza accidental en el lienzo. Al amanecer siguientes, el hombre estaba más flaco; el perro, ausente. Una semana después, un cadáver sin dueño apareció en una nota roja. Un jersey a rayas quedó colgado de una reja en la calle de atrás, húmedo y solo.
Lo intentó todo. Rezó a un dios que había olvidado nombrar. Escribió cartas a galerías pidiendo una beca para dejar de pintar por un tiempo. Ninguna respondió. Cuando logró una cita con Nerea —una curadora de ojos pequeños y sonrisa exacta—, la llevó al estudio con una mezcla de vergüenza y orgullo. —Hay una energía… —Nerea olfateó el aire—. Es como si los cuadros te hubieran comido la luz. Caminó en silencio, deteniéndose frente a dos, a cinco, a diez. —¿Tú los mueves de sitio de noche? —No. —¿Y por qué este hombre…? —Se quedó a medio gesto—. No. Perdón. —¿Qué? —Dijo “no” como quien toca una plancha. —Sus labios… se movieron. —Nerea, por favor. —No puedo representarte —dijo por fin, y el “no” le salió con una pena que parecía protegerla—. Hay algo aquí que no… —Se fue dejando olor a colonia limpia y prisa. Esa noche, Nerea soñó con el estudio. A la mañana siguiente, Martín recibió un correo: “Perdona la visita. Me gustaría pensarlo mejor”. Nunca llegó otro.
Entonces vino el periodista. Un hombre joven con la corbata torcida que tocó la puerta a las once y se presentó con un carné sin autoridad. —Estoy haciendo una nota sobre artistas de la colonia. Me dijeron que usted pinta retratos. —No doy notas —dijo Martín—. No me interesa la prensa. —Solo serán diez minutos. Al periodista le temblaban un poco las manos. Miró los cuadros con curiosidad que fingía seguridad. —Tiene usted un estilo… particular. ¿Modelos? —Sueños. —¿Sueños? —Sonrió, feliz con la frase—. ¿Y este? —Se detuvo ante el anciano—. Se parece a mi abuelo. —Ojalá no —dijo Martín sin pensar. El periodista rió corto y anotó algo que no estaba en su libreta. —¿Le importa si tomo unas fotos? —Sí. —Es por difusión. —No. El hombre guardó el celular con gesto de niño reprendido. En la puerta, antes de irse, miró hacia adentro, como si supiera que no debía despedirse. Tres días después, el rostro del periodista apareció en un cuadro que Martín no recordaba haber pintado. Tenía la corbata recta. Los ojos estaban cerrados. En la portada del periódico que dejó en la panadería se leía: “Joven reportero desaparece tras cubrir nota cultural”. Nadie creyó la relación.
Después del periodista, llegó Eliseo. No había llamado antes porque los viejos no llaman: se presentan. Maestro de Martín en los años en que la Universidad parecía un refugio y no un trámite, Eliseo olía a trementina vieja y a parque. —¿Sigues respirando como pintor, muchacho? —la voz gastada y generosa. —Respiro peor —dijo Martín—. Pero respiro. Eliseo caminó de cuadro en cuadro como quien visita ataúdes. —Están vivos —dijo, y no sonó a halago—. Pero no de ese “vivos” que quieren los coleccionistas. Te están usando. —¿Quién? —Lo que sueñas. —No sueño, maestro. Me sueñan. Eliseo lo miró con una compasión sin cura. —Esto no se detiene con agua —tocó el borde de un marco—. Hubo una alumna, en el 88, que pintaba sombras. Se morían. Lo que no entiendes de la pintura —y clavó la uña en la madera— es que no es copia: es un permiso. Si insistes en algo, le abres puerta. —No puedo dejar de insistir. —Entonces aprende a cerrar. —¿Cómo? Eliseo se llevó la mano a la boca, masticó una duda. —No vuelvas a mirarte. —No entiendo. —No te hagas a ti. —Es tarde. Eliseo siguió la dirección de su mirada y encontró el autorretrato cubierto por una sábana. —Martín. —No la levantes. —Martín, hijo. —No la levantes. La tela cayó por su propio peso. El rostro de Martín en el lienzo estaba más cansado que él; tenía una muesca nueva en la comisura que él no sabría pintar despierto. Eliseo dio un paso atrás. —Pintaste una puerta con tu nombre. —No lo voy a colgar. —Ya está colgado, aunque lo entierres —dijo Eliseo con una solemnidad sin iglesia—. Si puedes, troca la mirada. —¿Qué? —Que sea él quien te vea. Mira hacia otro lado. No lo alimentes. —¿Y cómo dejo de verlo? —Aprendiendo a no verte. Eliseo lo abrazó. Olía a madera húmeda. Se fue sin promesas. Una semana después, su nombre salió en los obituarios. El autorretrato de Martín amaneció con un corte pequeño en la ceja que él no tenía. Al día siguiente, se abrió la ceja contra el marco de una puerta, por accidente.
El sueño cambió de valor. Ya no era un lugar de donde extraer modelos: se convirtió en el taller donde otros lo pintaban a él. Se despertaba con pintura debajo de las uñas, pintura de un color que no había mezclado. Sobre la mesa aparecían paletas usadas, el rastro de una brocha secándose. Los dedos le dolían como si hubiera apretado demasiado. En el basurero, papeles con bocetos de manos —no las suyas—, firmados con su firma, repetidas, todas ligeramente diferentes, como si alguien aprendiera a falsificarlo practicando en su casa.
Dejó de contestar el teléfono. La panadera subía panes en una bolsa de papel que dejaba en el picaporte; cuando bajaba, la bolsa desaparecía como si el estudio se la hubiera comido. Los vecinos golpeaban por las noches. —¡Basta con los ruidos! —gritó una voz—. ¡Alguien llora! —No lloraba él. Lloraban los cuadros, con una paciencia mineral. A veces, si acercaba el oído, escuchaba un rumor de voces desde adentro: oraciones quebradas, frases sin gramática, cosas masticadas en silencio. Una tarde, el hombre del traje le dijo “tengo frío” sin abrir la boca.
Intentó cubrir los cuadros con sábanas grises, pero amanecían descubiertos. Pegó los bastidores al muro con tornillos largos; encontró los tornillos en el piso por la mañana, doblados como si los hubieran masticado. Compró una cámara para grabar de noche. Grabó ocho horas de pared; la cinta mostraba sombras que no pasaban por delante de la cámara pero la ensuciaban igual: un polvo leve en la lente, como si alguien soplara sin rostro.
La policía tocó a las dos de la madrugada. —Hemos recibido reportes. —Lo sé. —¿Podemos pasar? —No. —Es por su seguridad. —No hay seguridad aquí. —¿Está solo? —Martín pensó en responder “no” y la boca se le llenó de metal—. Sí. Los agentes se miraron con esa mezcla de flojera y superstición que tienen los que han visto demasiado lúgubre y demasiado domingo. —Si vuelve a haber gritos, volvemos con orden. —No habrá gritos. Cerró. Hubo gritos esa misma noche, pero no eran de él: eran del niño de las ojeras. Había algo en su rostro ahora, una sombra en la lengua. Limó la pintura con una espátula hasta arrancarle la boca: quedó lisa, madera. A la mañana siguiente, el marco del cuadro del niño apareció en el suelo. La tela estaba vacía, blanca. El niño no volvió.
La madrugada del quiebre pintó con las luces apagadas. No necesitó ojos para guiarlos: sabía dónde vivía cada color por el olor y por el peso. El azul Prusia era pesado y velado; el siena tostada más áspero. La alizarina le dejaba una astringencia en la lengua si la probaba. Pintó sin saber qué. Cuando amaneció, sobre el caballete había una puerta. No una puerta pintada: el plano de una puerta, oscuro, con una perilla negra. En la madera del bastidor, por detrás, alguien había escrito con Carboncillo: “Para salir, entra”.
Rió sin ruido. Se sentó frente a la puerta. No la tocó. Pasó el día mirándola. A las 3:00, la perilla vibró apenas, como una risa minúscula. A las 3:11, del otro lado se escuchó un roce de uñas. A las 3:33, una voz dijo su nombre. —Martín. Tres sílabas en su propia voz.
El autorretrato, a su izquierda, parpadeó. Él se puso de pie tan de golpe que la silla cayó con un golpe torpe. —No —le dijo al lienzo—. Te prohíbo. La boca del otro Martín se abrió con una lentitud horrible. —Ya no pintas sueños —dijo—. Pintas destinos. —Yo no. —Nosotros —corrigió el lienzo—. No tengas miedo. —Tengo miedo. —Entonces siéntate. —No pienso… El retrato inclinó la cabeza y algo se movió en todas las telas al mismo tiempo: un temblor de piel animal. Los cuadros comenzaron a cambiar frente a él, sin pudor: la mujer del silbido cerró los ojos; la vecina de los labios rotos sonrió sin labios; el periodista abrochó su corbata con dedos inexistentes. Martín quiso salir corriendo pero la puerta real —la de la calle— estaba demasiadas cuadras lejos, y en ese instante, ridículo, supo que no sería capaz de franquear ni dos sin mirar atrás.
La voz del autorretrato, ahora, era un hilo: —Siéntate. Lo hizo. La perilla del cuadro-puerta giró. Del otro lado no había nada. O había estudio: el mismo piso, la misma luz. El aire olía a linaza fresca y a tierra mojada. La tela —ése era el horror— parecía húmeda por dentro, no por fuera. Una humedad que pedía el dedo. Martín acercó la mano como quien se acerca a un animal asustado. La superficie cedió lo justo: piel templada. —Para salir —dijo su propia voz en su propia boca sin control—, entra. —No quiero salir. —Entonces quédate aquí, quieto, cuidando.
Abrió la mano. Pegó la palma al lienzo. Un frío instantáneo le subió por el brazo, como si toda la sangre diera un paso atrás. Intentó quitarse; algo lo sostuvo de la muñeca. No era una mano; era el hambre.
El estudio, que hasta entonces había tenido la cortesía de permanecer como cuarto, se convirtió en galería: las caras se acercaron. No en la pared, sino por dentro. No podía alejar la vista del autorretrato. El otro Martín —el de la tela— sonrió con una mueca torcida que él jamás se permitiría vivo. —Tú pintabas para callar al mundo —dijo—. Ahora pintarás para llamarlo. —No. —Ya lo haces. Martín sintió que sus dedos se hundían un centímetro. Luego dos. Al tercer centímetro la sensibilidad se volvió agua. Tiró hacia atrás. La silla raspó. El suelo no estaba bajo sus pies donde lo había dejado. El olor cambió de pan y aguarrás a sótano y pelo quemado. Oyó a alguien —a muchos— hablar a la vez, como si todos los retratos cuchichearan una oración en idiomas sin gramática.
Se liberó. Cayó hacia atrás. La mano estaba pegajosa de una sustancia traslúcida que no era aceite ni agua. La limpió contra la camiseta con desesperación. —No voy a entrar. No voy a entrar. No voy a… La risa de todas las telas hizo vibrar las ventanas.
El teléfono vibró con un mensaje que alguien más escribió. No tenía batería desde hacía días. En la pantalla, una fotografía: su estudio, de noche. Él, de pie, mirando el autorretrato. Detrás de él, una fila de gente de pie, muy quieta. Ninguno tenía ojos.
Cuando por fin decidió correr, la puerta real estaba abierta. El pasillo del edificio era el mismo pasillo, salvo por una cosa: las paredes estaban llenas de marcos vacíos, listos, con clavos brillantes. Una vecina apareció al fondo, de espaldas. —Señora —dijo Martín—, no mire. La mujer se volvió. Era Clara, con el labio cosido. Abrió la boca para decir algo y de su garganta salió un sonido de brocha sobre lienzo. Él retrocedió. Cerró la puerta. El estudio lo recibió como se recibe a quien regresa a casa. Los cuadros, generosos, se calmaron.
Durante días—¿o fueron horas?—se obligó a no pintar. Se ató las manos con cinta. Se sentó en el suelo. No comió. No bebió. Cuando abrió los ojos, había pintura fresca en las uñas. Había retratos nuevos: un policía con ojos de vidrio, un niño con una lengua negra, un viejo con un sombrero rojo. Todos firmados con su firma exacta. En uno de ellos, el marco llevaba grabado por detrás una inscripción en letras minúsculas: “Propiedad de la colección X”. Nunca había vendido un cuadro. Ahora pertenecía.
Brenda —una de esas amigas viejas que aparecen solo cuando la vida cruje— subió con una bolsa de víveres. Golpeó. Nadie contestó. Empujó. La puerta cedió. —Martín —llamó—. Huele raro. Olía a metal mojado. —Estoy aquí —dijo una voz. La escuchó no con los oídos sino con el estómago. Caminó hasta el centro del cuarto. Vio la puerta pintada. Vio el autorretrato. —Quédate ahí —dijo la voz de Martín—. No te acerques. —¿Qué hiciste? —Preguntó Brenda sin respiración—. ¿Por qué están…? —Los cuadros la miraron. El anciano guiñó algo que no era guiño. Brenda tragó. —Voy a buscar ayuda. —No vuelvas —dijo Martín con un tono de animal herido—. No traigas a nadie. Se fue con la bolsa colgando, dejando un rastro de manzanas por las escaleras. Llamó a la policía. Llamó a un cura. Llamó a Nerea. Nadie quiso subir. Nadie sube al cuarto donde los retratos giran solos.
Nadie sabe decir con exactitud cuándo desapareció Martín. Algunos vecinos aseguran haber escuchado una carcajada hueca una noche de lluvia y luego un golpe. Otros dicen que vieron, desde la calle, a un hombre que parecía él asomarse por la ventana con la piel muy tersa, demasiado. Lo cierto es que el panadero dejó de poner la bolsa en el picaporte porque la bolsa amanecía dentro del estudio, vacía, sin que la puerta se hubiera abierto. Y que, cuando por fin decidieron derribar la entrada (la administradora con cuatro hombres y una llave maestra que parecía un cuchillo), el estudio estaba ordenado, limpio, vacío. No había pinceles sucios ni botellas. No había paletas. No había cuadros colgados.
Había marcos. Muchos. Apilados, limpios, esperando. Y dos cosas más: el autorretrato de Martín, apoyado en el suelo, con una sonrisa que nadie le conoció, y la puerta pintada, ahora colgada en el lugar donde antes había una ventana. Nadie se atrevió a tocarla. Uno de los hombres acercó la mano y retrocedió como si mordiera. El cura dijo que eso era “cosa de artes” y se santiguó sin convicción. La administradora firmó un acta sin palabras y cerraron con un triple candado.
Dicen —siempre hay un “dicen”— que los cuadros fueron a parar a manos de un coleccionista que compra lo que nadie quiere colgar. Dicen que la puerta está ahora en una casa con jardín, donde se hacen cenas y la gente finge que no la ve. Dicen que el autorretrato cambia según la hora: a veces cierra los ojos; a veces humedece los labios. Dicen que si te acercas lo suficiente puedes escuchar la respiración de quien mira desde adentro, no desde afuera.
Hay historias chicas alrededor. Un guardia de seguridad de esa casa privada no volvió al trabajo; en su cuarto, su mujer encontró hojas de papel con bocetos de su propia cara, mal hechos, repetidos, como si alguien con mala mano intentara aprenderlo. Una sobrina que fue a la cena dice que un cuadro que no estaba cuando llegó estaba cuando se fue: el suyo, de perfil, con un lunar que se tapa siempre con maquillaje. Juró no haber posado nunca. Nadie le creyó. Nadie quiere creer que hay retratos que te encuentran.
Si alguna vez te despiertas con la certeza de que alguien te ha memorizado el rostro mientras dormías, no busques en la pared. No te mires en el espejo más de lo necesario. No aceptes invitaciones a colecciones privadas que anuncian “nuevas adquisiciones”. Si una puerta pintada se cuelga donde no había nada, no pongas la mano. Si un autorretrato sonríe con tu mueca cuando tú no sonríes, no titubees: apaga las luces, sal, cierra la puerta y no vuelvas.
Y si un día —hoy, quizá— encuentras en tu casa un pequeño lienzo que no recuerdas haber comprado, apoyado discretamente en el respaldo de una silla, con tu rostro en él (la arruga fina del entrecejo, la asimetría mínima en tus pupilas, ese brillo húmedo que sólo aparece cuando estás a punto de llorar), entiende que no es un regalo ni una broma pesada. Entiende que alguien que soñaba rostros te soñó a ti. Que en alguna habitación húmeda, sobre una panadería o bajo un jardín, una puerta está abriéndose lenta con un roce de uñas al otro lado. Que en un estudio siempre hay hambre para uno más.
No busques dónde colgarlo. No busques a quién culpar. Hay obras que no se quitan tirando del clavo, sino cerrando los ojos. Pero cuidado: hasta con los ojos cerrados, un retrato sabe entrar. Y hay noches —las de olor a pan y aguarrás— en que las paredes tienen memoria. Entonces, aunque no mires, te mira.
Esa noche, en la galería privada donde nadie suda y el vino no mancha, alguien se queda solo frente a una pared nueva. No hay nada colgado. Un marco vacío espera sobre el piso. En la pintura de la puerta —que huele a lluvia— la perilla gira lo justo. Del otro lado, no hay sala ni calles ni jardines. Del otro lado hay un cuarto estrecho con olor a levadura y aceite de linaza. Hay un caballete vacío y una silla que cruje. Y hay, sobre la mesa, una lista escrita con una letra que fue la de Martín y ahora es la de cualquiera: nombres que comienzan a llenarse por sí solos, como si una mano los copiara en silencio. El siguiente nombre es el tuyo. No porque seas importante; porque te miraste demasiado tiempo.
Si vuelves a soñar con alguien de pie a los pies de tu cama, inclinado, respirando con un silbido leve, no lo nombres. Si despiertas con pintura en las uñas, no recuerdes colores. Si un rostro te mira desde donde no hay rostro, no le devuelvas la mirada. Y si la noche huele a pan y a aguarrás, no abras. La puerta sólo es una pintura. Hasta que no lo es.

