
En el pequeño pueblo de Bruma Alta, donde los techos se cubrían de nieve como si llevaran gorros de algodón y el viento cantaba villancicos sin letra, vivía una niña de espíritu curioso llamada Liri.
Liri era distinta a los demás niños del pueblo.
Mientras los otros guardaban canicas, dulces o figuritas en los bolsillos, ella guardaba cosas imposibles:
En el bolsillo derecho, llevaba un copo de nieve que nunca se derretía.
En el bolsillo izquierdo, guardaba un pedacito de viento navideño que olía a pino y azúcar.
Y en un bolsillo secreto, que solo ella conocía, llevaba una chispa de luz de una estrella fugaz.
Nadie sabía cómo las obtenía.
Tampoco sabían que Liri tenía una misión muy especial:
Guardar el invierno.
Desde que nació, Liri tenía una habilidad que ningún otro niño poseía: podía sentir cuando el invierno estaba en peligro. Y ese año, algo extraño empezaba a suceder.
El invierno llegó tarde.
La nieve apenas caía.
Los ríos no se congelaban como antes.
Incluso los renos parecían confundidos, sin saber cuándo era el momento de migrar.
Una noche, mientras Liri miraba la luna desde su ventana, sintió un apretón en el pecho.
“El invierno se está apagando,” murmuró.
Y supo que algo muy grave estaba ocurriendo.
Al día siguiente, tomó su bufanda roja, su gorrito azul y salió rumbo al Bosque del Hilo Blanco, donde vivía un ser muy sabio: Témporo, el Guardián de las Estaciones.
Témporo era un espíritu antiguo, tan viejo que su barba parecía hecha de nubes heladas. Vivía en un árbol hueco que siempre estaba cubierto por escarcha, incluso en verano.
Al verlo, Liri corrió hacia él.
—Témporo, algo pasa. La nieve se está escondiendo. El invierno está débil. Yo… lo siento.
El espíritu abrió los ojos, que brillaban como dos lunas pequeñas.
—Lo sabía, pequeña guardiana. El invierno se está desvaneciendo porque el mundo ha dejado de recordarlo.
Liri frunció el ceño.
—¿Cómo puede alguien olvidar el invierno?
Témporo suspiró.
—Los adultos han apresurado tanto los días, corren, compran, llenan calendarios… que han dejado de mirar el cielo, de sentir el frío en la piel, de apreciar el silencio blanco. Y cuando una estación no es recordada… desaparece un poco.
La niña apretó los puños.
—Entonces lo recordaré yo. Lo guardaré yo. Lo traeré de vuelta, Témporo. ¿Qué debo hacer?
El anciano sonrió.
—Debes ir al Valle de los Suspiros Fríos y encontrar a Invernia, el espíritu dormido del invierno. Si despierta, el invierno renacerá. Pero… no será fácil.
Liri asintió sin miedo.
Estaba lista.
El Valle de los Suspiros Fríos quedaba lejos, más allá de montañas empinadas, más allá de lagos congelados y más allá del susurro de las tormentas. Era un lugar donde el tiempo parecía dormir, donde cada sonido se volvía eco.
Liri caminó días enteros.
Cuando tenía frío, sacaba el copo mágico de su bolsillo; su luz la protegía.
Cuando el camino se hacía oscuro, sacaba la chispa de estrella.
Cuando se sentía cansada, dejaba que el viento navideño la empujara suavemente.
Pero cada vez que avanzaba, el invierno se hacía más débil.
La nieve dejaba de brillar.
Los animales estaban inquietos.
Los abetos perdían su escarcha.
Y en lo profundo del valle… Liri encontró una cueva enorme, cubierta de hielo.
Dentro dormía Invernia.
Era una mujer gigantesca hecha de nieve y luz, con cabello largo como tormenta de copos y piel brillante como hielo pulido. Su respiración era lenta, muy lenta.
Demasiado lenta.
Liri tragó saliva.
Había llegado.
—Invernia… —susurró mientras se acercaba— despierta, por favor. Te necesitamos.
Tocó la mano del espíritu dormido.
Estaba fría como la noche más larga del año.
Liri sacó de inmediato sus tesoros:
Primero colocó el copo eterno sobre la palma de Invernia.
Pero no pasó nada.
Luego dejó el viento navideño sobre su pecho helado.
Tampoco funcionó.
Desesperada, Liri tomó su tesoro más preciado: la chispa de estrella.
—Por favor… por favor…
La dejó caer sobre la frente de Invernia.
Esta vez, la cueva entera vibró.
El hielo tembló.
La nieve se levantó en remolinos.
La luz brilló en destellos plateados.
Pero en lugar de despertar…
algo terrible ocurrió:
La chispa se apagó.
Como si el invierno la hubiera absorbido sin fuerza suficiente para encenderse.
Liri se quedó inmóvil.
Había perdido la luz más valiosa que tenía.
El frío le mordió los dedos.
Por primera vez, sintió miedo.
—¿Y ahora qué hago…?
Las lágrimas resbalaron por sus mejillas y, al caer en la nieve, algo inesperado sucedió:
La nieve brilló.
Su tristeza había encendido una luz.
El invierno… respondía a su corazón.
Liri lo comprendió en un instante:
“No debo despertarla con magia.
Debo despertarla con memoria.”
Se puso de pie, respiró hondo y empezó a hablar.
—Invernia… ¿recuerdas cuando los niños hacían ángeles en la nieve? ¿Cuando los adultos cerraban los ojos para sentir el viento frío? ¿Cuando los pueblos enteros se reunían para escuchar la primera nevada?
El aire tembló.
Liri continuó:
—¿Recuerdas los copos que bailaban en las ventanas? ¿El silencio blanco que calmaba el mundo? ¿Los animales durmiendo bajo mantas de nieve?
El hielo vibró.
—¿Recuerdas cuando los humanos dedicaban un momento para mirar el cielo… y sonreír?
El valle entero brilló.
El cuerpo de Invernia comenzó a moverse.
Primero un dedo.
Luego el otro.
Luego el pecho, que empezó a latir como un tambor de hielo.
Liri sintió que la cueva respiraba.
Hasta que finalmente…
Invernia abrió los ojos.
Eran azules, infinitos, como la noche más fría del mundo.
Se incorporó lentamente.
—¿Quién… me ha llamado?
Liri dio un paso adelante.
—Yo, Liri. El invierno te necesita. Estamos olvidándolo… y cuando algo no se recuerda, se apaga.
Invernia la miró con tristeza profunda.
—¿Aún quedan humanos que recuerdan la belleza del invierno?
—Sí, —respondió Liri tocándose el pecho— yo lo recuerdo.
Y el invierno… comenzó a renacer.
Invernia salió de la cueva.
Cada paso suyo encendía copos.
Las montañas brillaban.
La nieve se hacía más blanca.
El viento se llenaba de música.
El invierno estaba despertando.
—Gracias, pequeña guardiana, —dijo Invernia—. Guardaste lo que otros olvidaron.
Liri sonrió.
—Siempre lo guardaré. En mis bolsillos… y en mi corazón.
Desde ese día, el pueblo de Bruma Alta aprendió a honrar el invierno:
A mirar el cielo.
A sentir el frío.
A hacer silencio para escuchar los copos caer.
A protector la naturaleza que dormía bajo la nieve.
Y cada año, cuando llega la primera nevada, dicen que puede verse a una niña caminando entre los árboles, tocando la nieve, guardando pequeños suspiros blancos en sus bolsillos.
Porque ella es, y siempre será:
La niña que guardaba invierno.
Moraleja
Las estaciones viven en nuestro corazón.
Cuando las recordamos, cuidamos y honramos, la naturaleza vuelve a respirar.


