La Ranita que Perdió su Croar

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Escrito por: @k_dabra_crafts

En un mundo donde diversas criaturas convivían, existió una vez una ranita con una característica especial que la hacía distinta de otras ranas en el mundo: no croaba. Jamás emitió sonido alguno, y por esta razón, siempre estaba solitaria en su estanque. Cuando otra criatura se acercaba a hablar con ella, esta no les respondía, así que se alejaban y la ranita volvía a quedarse sola.

Así transcurrieron días y noches en las que con tristeza escuchaba a sus hermanas ranas croar, sin poderse unir a ellas.

Cierto día llegó al estanque un pájaro kiwi con un papalote atado a su ala, que, viendo a la rana solitaria en una roca, se acercó hasta ella.

—¡Hola! ¿Qué haces ahí sola? —le preguntó, pero la ranita solo lo miró con sus enormes ojos, sin responder. Tras el silencio, el kiwi insistió— Mira, tengo un papalote, ¿te gusta? ¿Quieres jugar?

Pero la ranita se limitó a suspirar. En su interior, ella quería ir a jugar más que nada en el mundo, pero no encontraba su voz por ningún lado. Después de tanto tiempo sin hablar con alguien, había perdido su croar.

El kiwi miró a la ranita con tristeza, pero no se marchó como hicieron otras criaturas en el pasado, cuando la ranita no les respondía, sino que se sentó en el borde del estanque.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no hablas? —preguntó. La ranita se limitó a encogerse de hombros. Entonces el kiwi comprendió —¿No puedes hablar?

La ranita negó con la cabeza.

—¡Perdiste tu voz! —exclamó el kiwi, a lo que la ranita respondió con otro suspiro— Bueno, yo te voy a ayudar a encontrarla —resolvió con entusiasmo— Ven conmigo.

Ambos se alejaron del estanque en busca de alguien que les pudiera ayudar a resolver el enigma que ahora tenían: ¿dónde se podía haber escondido la voz de la ranita?

Tras un rato de caminar, se encontraron con gato hecho de pan, acurrucado al pie de un hermoso árbol, tomando un poco de sol que se filtraba por entre sus hojas.

—¿Qué tal, gatito? —dijo el kiwi suavemente, pues vio que tenía los ojos cerrados y creyó que dormía.

El gatito abrió lentamente los ojos y con un ronroneo suave, contestó.

—¿Qué puedo hacer purrr ustedes?

—Mi amiga perdió su croar —explicó el kiwi, señalando a la ranita a su lado— ¿Tienes idea de dónde podemos encontrar un croar para ella?

El gatito lo pensó un momento mientras se relamía sus bigotes.

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—No tengo idea, pero pueden visitar a la señora gallina, la encontrarán un poco más adelante si siguen ese camino —dijo finalmente, señalando con su pata de pan dorado.

—¡Gracias! —exclamó el kiwi, mientras avanzaba con la ranita siguiendo sus pasos.

—¡Lindo papalote, purrr cierto! —gritó el gatito viendo alejarse a la singular pareja.

Los amigos siguieron el camino que se les había indicado hasta que pronto dieron con una casita de aspecto pintoresco, toda de madera, de techo rojo y por entrada una rampa muy curiosa.Mientras se acercaban, de la casita salió una gallina muy gorda, con un delantal sobre sus plumas y una cresta tan roja como el techo de su casa.

—¿Y ustedes quiénes son? —preguntó al ver a sus visitantes.

—Venimos a pedir su ayuda —explicó el kiwi—. Mi amiga perdió su croar y queremos…

Pero fue interrumpido por la gallina.

—¿Tienen pastel?

El kiwi miró a la ranita, confundido.

—¿Pastel? ¿Nosotros? No, estamos buscando…

Nuevamente fue interrumpido por la estridente voz de la gallina.

—No me molesten entonces si no traen pastel con ustedes. Vayan con el conejo demente y moléstenlo a él con sus tonterías.

La ranita suspiró, desanimada, creyendo que jamás encontrarían su croar y seguiría sin amigos para siempre, pero el kiwi no se rindió ante la rudeza de la gallina.

—Señora, ¿dónde podemos…?

Pero la gallina no lo dejaría terminar la frase una vez más.

—¡Por allá! —exclamó agitando su ala.

Con prisa, los dos se alejaron de allí, deseosos de dejar atrás a la malhumorada gallina y su ansia por pastel.

Caminaron por un largo rato, pero no dieron con ningún conejo, como había dicho la gallina. Ya no había nadie en el camino, solo árboles y arbustos. Sus ánimos caían con cada paso que daban, cuando de pronto, entre los arbustos, distinguieron algo que estaba fuera de lugar en aquel paraje: un sombrero.

Un gran sombrero de copa se escondía entre la maleza sin razón aparente. Se acercaron hasta él con cautela, pero la pata del kiwi rompió una rama en el suelo por accidente, haciendo mucho ruido.

Tras el sonido, del sombrero emergieron un par de largas orejas blancas, que giraron como antenas hasta que se detuvieron en la dirección en la que el kiwi y la ranita se encontraban. Con un poco de temor, ambos aguardaron hasta que, con las orejas, emergió la cabeza de un gracioso conejo de inquieta nariz rosada.

—No me teman, no les haré daño —les dijo el conejo.

Tanto el kiwi como la ranita dejaron salir el aliento que contenían del miedo.

—Señor conejo, estamos buscando una solución para mi amiga. Perdió su croar y no puede hablar con nadie —explicó el kiwi.

—¿Croar? ¿Perdido? —meditó el conejo.

La ranita vio casi perdidas sus esperanzas. Él no los ayudaría como los otros personajes con los que se habían topado, pero de pronto…

—Creo que tengo algo que les puede servir —dijo el conejo volviendo a meter la cabeza en el sombrero, el cual se agitó un poco.

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Los amigos se miraron entre sí, confundidos por lo que estaban viendo, hasta que el conejo finalmente dio un salto fuera del sombrero con algo en las manos.

—Aquí lo tienen —dijo colocando un huevo sobre el césped.

La ranita y el kiwi miraron el huevo con desconfianza. ¿Cómo un huevo les ayudaría a resolver su problema? Con razón la gallina lo había llamado demente. Pero la ranita no quería darse por vencida, por lo que dio un salto hasta el huevo y lo tocó con su pata. De inmediato, el cascarón mostró una grieta y luego otra, se agitó y pronto se rompió en muchos pedacitos mientras de él salía un fuerte: «¡Croa!»

Todos dieron un salto atrás, impresionados.

—¿Qué fue eso?

Quien había hablado, fue la ranita. Tanto el kiwi como el conejo la miraron, sorprendidos.

—¡Ya puedes hablar! —exclamó el kiwi.

—¿Puedo hablar? —repitió la ranita, incrédula.

Al darse cuenta de que había encontrado finalmente su voz, se puso a croar mientras saltaba por aquí y por allá, alrededor de sus amigos, que la habían ayudado y no se habían rendido.

—¡Encontré mi croar! ¡Encontré mi croar! —cantaba mientras daba saltos cada vez más grandes.

Tanto el kiwi como el conejo cantaron y bailaron con ella, pues ahora podían no solo divertirse juntos sino hacer más amigos, ya que nadie se desanimaría ante el silencio de la ranita cuando la se acercaran a saludarla.

La timidez puede hacerte perder tu croar, como sucedió con la ranita. Recuerda siempre intentar hacer amistad con todos, y si te encuentras a alguien tímido, como la ranita, no te rindas e invítalo a recuperar su croar, no sabes cuándo encontrarás a alguien que te complete.

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