C4: Sueños Rotos, Mentes Fragmentadas

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Los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses, pero para Alejandro, el tiempo se había detenido en aquella fatídica noche. La casa en Valverde, antaño un hogar de amor y alegría compartidos, ahora era una prisión de recuerdos y sombras. Atrapado en su laberinto de culpa y desesperación, Alejandro hablaba a menudo con Mateo, o mejor dicho, con el recuerdo de Mateo que parecía acechar en cada esquina.

—¿Me oyes, Mateo? —susurraba Alejandro en la oscuridad de la sala, su voz temblorosa cortando el silencio—. Te veo en cada sombra, en cada habitación… No me dejas, ¿verdad? Estás aquí, ¿no?

Un viento frío movía las cortinas, y por un momento, Alejandro creía ver la figura de Mateo asomando por el umbral. Se levantaba y se acercaba, extendiendo una mano temblorosa.

—Mateo, por favor, háblame. Dime que me perdonas. Dime que puedo arreglar esto —imploraba al aire, sus ojos húmedos escrutando la penumbra.

Pero sólo el silencio le respondía, y cada día que pasaba, la mente de Alejandro se enredaba más en su tela de alucinaciones y delirios. No comía adecuadamente, no dormía; simplemente vagaba por la casa como un fantasma, prisionero en este espacio en espera de su sentencia.

Una tarde, Clara, la amiga que había sido partícipe involuntaria en el fatal malentendido, decidió visitarlo. Había escuchado rumores sobre su deterioro y, preocupada, no podía mantenerse al margen por más tiempo.

Al llegar, encontró la puerta entreabierta. Con cautela, llamó a Alejandro mientras entraba.

—Alejandro, soy yo, Clara. He venido a verte.

El interior estaba en penumbra; cortinas cerradas durante el día y muebles cubiertos de polvo. Clara sintió un escalofrío al percibir el aire cargado de desesperanza.

—Alejandro, ¿dónde estás? —su voz resonó en la quietud, subiendo por las escaleras hacia donde suponía encontrarlo.

En el segundo piso, lo encontró en lo que solía ser el estudio, rodeado de fotos de Mateo, hablando solo frente a un viejo espejo.

—¿Por qué no me respondes, Mateo? ¿Por qué me torturas así? —Alejandro murmuraba, ajeno a la presencia de Clara hasta que ella se acercó más.

—Alejandro… —dijo suavemente Clara, poniendo una mano en su hombro.

Él giró bruscamente, sus ojos inyectados de sangre por la falta de sueño y el llanto constante.

—¿Clara? ¿Has venido a traerme a Mateo? —preguntó con una mezcla de esperanza y paranoia.

—No, Alejandro… He venido a ayudarte. Estás enfermo, necesitas atención médica. No puedes seguir así.

—¡Él está aquí! Mateo no se ha ido… No puedo irme y dejarlo solo —Alejandro gesticulaba hacia el aire vacío, su voz quebrada por el pánico.

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Clara, con lágrimas en los ojos por la condición de Alejandro, sacó su teléfono para llamar a una ambulancia.

—Vas a recibir ayuda, Alejandro. Hay personas que pueden ayudarte, lugares que están equipados para cuidar de ti —hablaba mientras marcaba el número, su voz firme pero compasiva.

Cuando llegó la ayuda, Alejandro fue resistente al principio, murmurando y gritando por Mateo, pero eventualmente fue llevado bajo cuidado médico. Clara le seguía, asegurándole que todo se resolvería, aunque en su corazón temía que Alejandro nunca volvería a ser el mismo.

En el hospital, después de varios días de evaluación, los médicos determinaron que Alejandro sufría de un trastorno psicótico severo, exacerbado por el trauma de la muerte de Mateo y su propia culpa aplastante. Decidieron que lo mejor sería su traslado a una institución especializada donde podría recibir atención continua.

Alejandro pasó los siguientes años en esa institución, su mente encerrada en un bucle interminable de culpa y conversaciones imaginarias con Mateo. A pesar de los esfuerzos del personal y las visitas ocasionales de Clara, quien nunca dejó de apoyarlo, Alejandro nunca logró recuperarse. Su realidad se había desvanecido, dejándolo en un mundo donde solo él y el recuerdo de Mateo existían, un recuerdo que lo atormentaba día y noche.

Clara, en una de sus visitas, lo encontró murmurando frente a la ventana de su habitación, mirando hacia el jardín de la institución.

—Mateo, mira las flores… te gustarían. Son como las que plantamos juntos —decía Alejandro, su voz un susurro triste.

Los días se deslizaban uno tras otro, cada uno más sombrío que el anterior. Alejandro se sumergió aún más en su mundo interior, sus conversaciones con Mateo se volvieron más frecuentes y sus alucinaciones más intensas. A veces, se aferraba a la esperanza de que Mateo regresara a él, pero la realidad implacable se negaba a ceder.

Los años pasaron, y la institución mental se convirtió en su hogar permanente. Las paredes blancas y las rutinas monótonas eran ahora su realidad, un reflejo distorsionado de la vida que alguna vez había conocido. Las visitas de Clara se volvieron menos frecuentes con el tiempo, pero nunca dejó de enviarle cartas y pequeños regalos, tratando de mantener viva una conexión con el mundo exterior que Alejandro había perdido.

En el crepúsculo de sus días, Alejandro yacía en su cama, mirando fijamente el techo con ojos vacíos. Su mente vagaba entre recuerdos borrosos y delirios desesperados, siempre buscando a Mateo en cada sombra, en cada susurro del viento.

Una tarde, mientras el sol se deslizaba lentamente hacia el horizonte, Alejandro dejó de murmurar. Su respiración se volvió lenta y tranquila, como si finalmente hubiera encontrado la paz que tanto había anhelado. En su rostro, una sombra de serenidad se mezclaba con la tristeza perpetua que había marcado su existencia desde aquella fatídica noche.

Y así, en el silencio de su habitación, Alejandro cerró los ojos por última vez.

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