C2: Hora del Té

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Alejandro pasó las siguientes noches revolviéndose en la cama, agitado por la tormenta de pensamientos y sospechas que lo consumían. Cada vez que cerraba los ojos, las palabras que había escuchado a través de la ventana se repetían como un eco maldito, atormentándolo. Aunque Mateo había hablado de un problema del trabajo, algo en su interior no podía aceptarlo completamente. La duda, una vez sembrada, había echado raíces profundas.

Una tarde, después de días de reflexión, tormento interno y un desborde de emociones inestables, Alejandro se encontraba en su jardín, específicamente cuidando de su acónito. Observaba aquella planta, tocando suavemente las flores de intenso azul con guantes gruesos, vagando en pensamientos cada vez más oscuros. Sabía de su peligrosidad, conocía los efectos devastadores que podían tener incluso pequeñas dosis de sus raíces.

Fue entonces cuando una idea oscura floreció en su mente, un plan nacido del dolor y la traición percibida. Si Mateo realmente estaba planeando dejarlo o traicionarlo, ¿no debería él adelantarse a los hechos? ¿No debía él también decidir?

Esa noche, en la cocina, preparaba la cena mientras pensaba en su plan, con la mirada perdida en la nada. Mateo entró y lo encontró distraído, revolviendo una olla.

—Pareces preocupado, ¿todo está bien? —preguntó Mateo, acercándose para poner una mano sobre su hombro.

Alejandro se sobresaltó ligeramente , saliendo de su «trance» antes de disimular con una sonrisa.

—Todo está bien, solo estaba pensando en qué debo hacer mañana en el jardín —respondió, evitando el contacto visual.

—Siempre tan dedicado a tu jardín, amo tu pasión por las plantas —Mateo sonrió, pero su expresión cambió a una de preocupación—. Alejandro, he notado que has estado algo distante. ¿Seguro que no hay nada que quieras hablar?

—No, realmente, todo está en orden —Alejandro volvió a la estufa, dándole la espalda a Mateo para ocultar su inquietud.

Mateo, aún no convencido, decidió no presionar más y dejó la cocina para prepararse para la noche.

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Esa semana, Alejandro investigó cuidadosamente cómo extraer el veneno del acónito sin ponerse en riesgo. Sus noches se volvieron sesiones secretas de estudio y preparación. Sabía que la raíz era la parte más tóxica de la planta. Con meticulosidad científica, extrajo lo necesario y preparó un fino polvo.

Una tarde lluviosa de octubre, Alejandro decidió que era el momento. Preparó dos tazas de té, una para él y otra para Mateo. En la de Mateo, mezcló el polvo mortal, asegurándose de disolverlo completamente.

—Mateo, ¿por qué no tomamos el té en el salón? Podemos disfrutar de la vista de la lluvia —sugirió Alejandro con una calma forzada.

Mateo, quien había estado leyendo en el estudio, aceptó con agrado y lo siguió al salón. Se sentaron en los sofás frente a las grandes ventanas que mostraban el jardín empapado.

—Este tiempo me hace agradecer tener un hogar cálido y alguien tan especial con quien compartirlo —dijo Mateo, sonriendo mientras tomaba la taza que Alejandro le extendía.

—Sí, es verdad —Alejandro asintió, observando cómo Mateo llevaba la taza a sus labios y tomaba un sorbo.

—El té está delicioso, ¿es una nueva mezcla? —preguntó Mateo, saboreando el contenido.

—Sí, algo nuevo del jardín que quise probar —Alejandro mantenía la voz neutra, su corazón golpeando contra su pecho con cada sorbo que Mateo tomaba.

Conversaron sobre trivialidades, libros que Mateo había encontrado interesantes, y planes para el jardín de Alejandro. A medida que la tarde se desvanecía en la oscuridad temprana del otoño, Mateo comenzó a sentirse inusualmente cansado.

—Me siento un poco mareado, ¿quizás puse demasiado azúcar en mi té? —comentó, poniendo la taza sobre la mesa con mano temblorosa.

Alejandro observó, paralizado entre la culpa y el miedo, mientras Mateo se levantaba con dificultad del sofá.

—Quizás deberías descansar un poco, seguro es solo cansancio —dijo Alejandro, su voz apenas un susurro.

Mateo asintió, tratando de sonreír, y se dirigió hacia el dormitorio. Alejandro lo siguió con la vista, cada paso que Mateo daba resonaba como un martillo en su conciencia. Se quedó solo en el salón, escuchando la lluvia golpear los cristales, preguntándose si había hecho lo correcto, nuevamente se quedó ido, pensando en lo que pasaría después.

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