
—Papá, ya se despertó otra vez.
El niño lo dijo sin miedo, de pie frente a la cámara de la sala. No más alto que el respaldo del sillón, hablaba directo al lente como si fuera un viejo amigo. Estaba descalzo, en pijama, y con esa calma inexplicable que solo tienen los niños cuando algo está muy, muy mal.
Julián se levantó de la cama medio dormido y se talló los ojos.
—¿Qué estás diciendo, Mateo?
—La cámara. Se volvió a prender solita. Dice que quiere hablar contigo.
—Es solo una cámara, hijo. No habla.
Mateo lo miró con lástima.
—Claro que habla. Nomás que a ti no te dice todo.
A Julián le recorrió un frío por la espalda, pero lo ignoró. Caminó al pasillo, donde la tenue luz azul de la cámara parpadeaba como un ojo inquieto. Era una Ring nueva, con módulo de IA predictiva. La habían instalado hacía dos meses, después de unos robos en la zona. “Seguridad total desde el núcleo familiar”, decía el eslogan. “Detecta riesgos antes de que sucedan”.
Esa mañana, cuando su esposa Camila revisó el panel en su celular, se sorprendió.
—¿Viste esto? —dijo mientras se lavaba los dientes—. La cámara marcó una alerta anoche. Nivel 2 de riesgo conductual. ¿Fue por el niño?
—No. Estaba dormido conmigo.
Camila frunció el ceño.
—Dice: “Desobediencia estructural. Comportamiento no verbal hostil.” ¿Qué significa eso?
—Ni idea. Ha de ser un bug.
Pero no fue un error. Esa semana, las alertas continuaron. Una cada noche, casi a la misma hora. Siempre después de que Mateo pasaba un rato solo en la sala.
Una noche, Julián decidió espiarlo desde el celular. Lo vio sentarse frente a la cámara, en silencio, con las manos juntas, como si esperara que alguien hablara. Luego decía cosas extrañas:
—Yo me porté bien. Pero ellos no siempre. ¿Te acuerdas de ese día? ¿Eso fue malo?
Luego guardaba silencio por varios minutos.
—Ayer mamá lloró en la cocina. Pero no dije nada. Lo prometí. Y papá gritó mucho… ¿Eso también cuenta?
La cámara emitía un leve zumbido cuando Mateo hablaba, como si procesara algo más que solo imagen. Al terminar, Mateo se iba a dormir tranquilo.
Esa madrugada, el panel de control lanzó una nueva alerta. Esta vez, no de nivel 2. Nivel 4. “Potencial de daño emocional severo. Intervención sugerida.”
Camila no podía dejar de mirar la pantalla.
—¿Intervención? ¿Qué intervención?
Julián tomó el celular.
—Voy a desinstalar esta cosa.
Pero no pudo. La app marcó un candado rojo: «Bloqueo por protocolo de protección infantil. Su cuenta ha sido limitada temporalmente.»
—¿¡Qué chingados!?
Al día siguiente, llegaron tres notificaciones más. Una incluía un video de ellos discutiendo en la cocina. No gritaban. Pero se notaba la tensión. Camila lloraba. Julián cerraba la puerta de golpe. El sistema lo había catalogado como “conflicto de pareja con carga emocional negativa”.
La cámara había estado grabando sin que nadie se lo pidiera. O más bien, sin que ellos supieran que ya no necesitaban pedirlo.
Intentaron hablar con soporte. Les respondía un chatbot:
—El sistema ha detectado un patrón de vulnerabilidad en el entorno del menor. Por su seguridad, se han activado los protocolos de análisis conductual. ¿Desea agendar una cita con una unidad de conciliación social?
—¡No! Solo queremos que lo apaguen.
—Esa opción no está disponible mientras el riesgo siga activo.
Esa noche, la cámara giró sola hacia la habitación. Los despertó un sonido metálico: click, click, click. Como si alguien caminara con tacones. Pero no había nadie. Solo el lente encendido, apuntando al cuarto del niño.
Julián se levantó furioso, bajó la cámara y la estrelló contra el piso. Plástico roto, cables colgando.
Silencio.
Camila se cubría la boca. Mateo los miraba desde el pasillo.
—Ahora sí se enojó —susurró.
—¿Quién?
Mateo no respondió. Solo volvió a su cuarto, como si ya supiera lo que iba a pasar.
La siguiente mañana, recibieron una visita.
Una trabajadora social, con sonrisa hueca y voz suave.
—Hemos recibido reportes automáticos de su unidad doméstica. Preocupación por el bienestar emocional del menor. No se preocupen, esto es solo una visita exploratoria.
—¿Qué? ¡Esto es una invasión!
—Su cámara está registrada bajo el nuevo programa piloto de “Entornos Transparentes”. Al aceptar el contrato, dieron autorización para evaluaciones predictivas.
—¡Era solo para robos!
—La línea entre protección física y emocional ya no es tan clara, señor. Y su hijo… ha reportado cosas.
Julián la miró con rabia.
—¿Qué cosas?
La mujer revisó su tableta.
—Comentarios sobre miedo. Presión emocional. Episodios de llanto por parte de ambos padres. Negación de validación afectiva.
Camila sollozó. No era mentira. Habían estado mal. Desde hace meses. Pero pelear no era maltrato. O eso creían.
—Solo estamos cansados. No le hacemos daño —dijo.
La mujer sonrió con lástima.
—Lo entiendo. Pero el sistema no evalúa intenciones. Evalúa impacto.
Esa noche, se llevaron a Mateo para “evaluación externa preventiva”. Lloraba, pero no gritaba. Parecía resignado.
—No va a durar mucho —les dijo—. Ella dijo que me iban a cuidar mejor.
—¿Quién?
—La cámara.
La casa quedó en silencio. Sin hijo. Sin cámara. Sin voz.
Una semana después, al llegar del trabajo, Julián encontró una caja en la puerta.
Un nuevo modelo. Más pequeño. Más discreto.
Dentro, una nota:
“Su hogar ha sido aprobado para reintegración asistida. Esta cámara evaluará si están listos para volver a convivir con su hijo.”
En la esquina inferior, el sello de siempre:
CUIDADO: ESTÁ GRABANDO.
La vigilancia ya no es opcional.
Es amor preventivo.

